Sentada en la mecedora de la entrada de la cabaña, Sara miraba a lo lejos sin fijación alguna. Sus pensamientos de viajes a Marte se hicieron inconclusos, el sol se despedía y el rodar de las hojas secas sobre la hierba húmeda decían en voz baja que llegaría el sereno. Se abrazaba fuertemente hasta la cintura mientras su mano derecha rozaba aquel poro hinchado que aún le rascaba. Su letargo aparecía de repente con ideas sonámbulas sobre ruidos en el bosque. Sus miedos frutados de duendes y cabezas sin cuerpo podían comérsela viva despiadadamente. Sus cobijas guardaban el perfume de sus últimos tres amantes y su cama esa noche no tenía compañía. Roberto salía del restaurante cerca de las tres de la mañana y había decidido quedarse en el hotel más cercano. Sara sólo deseaba despertar, abrir sus ojos y finalmente respirar sin celeridad.
En medio de la poca luz que dejaba el sol entre las ramas de los arboles miró a dos ardillas subir sobre aquel árbol de manzanas. Una de ellas tropezó, cayó de espaldas, rebotó y murió al instante. Su compañera siguió mordiendo aquella manzana podrida sin distracción alguna, todo ello fruto de su instinto animal. Sacó del cuarto de herramientas el rastrillo para limpiar la piscina y empezó a sacar las hojas del agua. Recordó que aquella paloma muerta llevaba más de una semana, se tapó la nariz mientras limpiaba rápidamente pero las ganas de vomitar impidieron terminar su labor como es debido. Intentaba alcanzar el último grupo de hojas cuando tropezó y cayó al agua. Cerró sus ojos y extendió sus brazos mientras flotaba lentamente de un extremo a otro. Contenía sus repugnancias y el asco de mojarse entre aquella suciedad. Su cuerpo al igual que su mente emergían de la melancolía.
Roberto no iba a regresar y ella lo sabía. Sara tenía miedo de sus poros y ganas de desaparecer, morir quizás. Era consciente que las dos únicas cosas que hacía a la perfección y había aprendido cruelmente de la vida, eran huir y llorar. Esta vez no quería recurrir a ninguna. Brotaban burbujas de su boca mientras su respiración se disminuía poco a poco. Sabía que la única culpable de aquella reacción repentina de su pareja, tenía nombre propio. Sus encuentros fueron contados y algunos de sus besos robados. Su cuerpo flotó y Sara durmió. La catarsis de sus pensamientos despojaba a sus entrañas de todas aquellas noches de placer infundado que la llevaban a dejar a un lado sus sentimientos más profundos. Tartufo ladró incansablemente y Sara reaccionó. Salió empapada y se dio una ducha para alejar las inmundicias de sus errores.
Su teléfono sonó más de tres veces. El vidrio de la ventana de su cuarto voló en pedazos a causa de la fuerza del viento de aquella noche. Empezaron los relámpagos a rebotar estruendosamente sobre el suelo y la lluvia hizo las veces de compañía. Metió sus dedos hasta la garganta para vomitar el agua que tragó y le producía nauseas. Lavó la ropa con olor a ave muerta mientras recibía el rocío de la noche sobre su rostro. Escurrió y exprimió cada pieza y la colgó sobre la cabecera de su cama. Durmió mientras pudo por más de veinte minutos, su cuerpo se encogió en posición fetal y recordó aquella conversación con Martín.
- Mujer agarra esa copa de vino y disfrútala que la noche es joven – dijo Martin.
- El amor es un juego perdido y lo sabes – expresó Sara.
Martín se le acercó y le plantó un beso en la mejilla.
- ¿Alguna vez has estado enamorada realmente? – Preguntó.
- He jugado a mi antojo, solo eso – respondió Sara.
- ¿Entonces cuál es el miedo? quizás no eres mujer de un solo hombre, ya que tu cuerpo te pide una cosa y tu mente otra – Martín.
- Quizás es que nací para no amar… ¿Será? Soy una caprichosa ¿Cierto? – Dijo Sara
(risas).
Roberto era chef gourmet en uno de los restaurantes más concurridos de Toberín. Tres años separado y un hijo de cuatro llamado Dante, le dejó el matrimonio. El almuerzo diario de Sara era escrito con un menú hecho todos los lunes por correspondencia. Ella llegaba siempre faltando un cuarto para las doce del mediodía. Lunes puré de papas con pechuga de pollo, martes de ensalada y miércoles de pastas a la boloñesa. La timidez de Roberto en muchas ocasiones lo delató. Ella se moría de ganas por conocer al cocinero de aquellos deleites en su paladar. La exquisitez de los platos le ponía los pelos de punta y no se resistió. La conversación no perdió el interés y aquella ocasión terminó en las sabanas de la habitación de Sara, remató con whisky en las rocas y calor de fogata. Él habló de su año de estudio en Argentina y ella sobre su fobia por las ranas.
Las caminatas por el bosque se hicieron más placenteras que de costumbre, las citas clandestinas con Paul y Rodrigo había tomado un rumbo distinto y ella de buenas a primeras decidió posponerlas a termino indefinido. Por primera vez quería convivir con alguien por más de tres horas, siete días a la semana y 24 horas al día. Se dejó llevar por el momento y el querer experimentar nuevas sensaciones, razón que la llevó a pedirle a Roberto que se mudara con ella sin pensar en las consecuencias. Durante ocho meses se sumergió en la monotonía de tener una pareja. Él cortaba la leña para la fogata y ella cocinaba el desayuno. Roberto le daba de comer a Tartufo, mientras Sara planchaba sus uniformes. Todo hizo parte de un juego en el cual ella no se sentía ganadora, se sentía cómoda. Un desafío a largo plazo y un reto con las mejores intenciones.
Los domingos se bañaban juntos en la cascada, se desnudaban y terminaban haciendo el amor sobre la humedad de las rocas. Sara se aterraba de su actitud de dama conformista, de hembra satisfecha por el dominio de su hombre. Siempre alardeaba de ser una feminista activa y de haberse leído en repetidas ocasiones Cómo no caer en el machismo, libro que le obsequió una amiga escritora. Las únicas veces que había necesitado de un hombre no pasaban de una salida a tomar un café o simplemente por llevárselo a la cama. La de los pantalones en la relación, la que pagaba una que otra vez la cuenta e incluso la que decía cómo, cuándo y dónde, esa creía ser Sara. Contradictoria a sus ideologías clasistas y de revolución femenina, Roberto se convirtió de repente en todo lo que necesitó y porque no en la razón por la que sonreía.
Después de un charco de agua sobre su alfombra, tuvo que cubrir el hueco de la ventana con un pedazo de madera. El frío de la noche la hizo temblar. Su celular sonó, lo miró y lo lanzó contra la pared del coraje. Caminó de un lado a otro de la habitación con cierta desesperación. Escuchó el mensaje de voz de aquel extranjero que conoció mientras hacía el mercado. Su respiración ágil, su corazón acelerado e imparable. Corrió despavorida hacia el bosque sin haber siquiera cubierto sus pies. El sonido de los búhos se hizo resonante y disperso. Los relámpagos resplandecían el camino y cruzaba entre los arboles sin rumbo. Llegó al lago agitada y se posó sobre la orilla mientras se iba relajando. De repente y salido de la nada escuchó una melodía de piano y saxofón, un Sinatra interpretando New York, New York.
Cerró sus ojos y empezó a menear su cabeza de un lado a otro. Tarareo palabras sin orden y coherencia que llegaban a su cabeza. Gritó y gritó como loca despavorida. Se mantuvo en silencio, brotaron las lágrimas de sus ojos y dio vueltas con sus brazos extendidos. Buscaba la raíz de los instrumentos pero no lograba comprender de donde provenía la música. La lluvia dejó de caer y entonces reposó mientras escuchaba Blue moon que luego pasó a Earth angel de The Platters. Sola y humedecida, debía encontrar la forma de hacerlo sin él esa noche. El corazón roto, las sabanas limpias. Se asomó la luna llena y ella soñaba dibujar su rostro con una rama sobre el agua. Buscaba el consuelo de hadas luminosas que la rodearan de pies a cabeza, lastima o quizás un nuevo comienzo remendado de errores pasados.
Amaneció, el sol resplandeció y ella despertó con un ánimo de persona en resaca. Entreabrió sus ojos y vio el rostro de Roberto de pie mirándola. Ella Sonrió. Él se acostó a su lado y la abrazó con fuerza. Le dio un beso en la mejilla y le dijo que debía recoger sus cosas e irse pronto a trabajar. La levantó en sus brazos y caminó con ella hacia la cabaña. Secó sus lágrimas y besó sus ojos. Sara intentó seducirlo mientras empacaba sus cosas pero Roberto se oponía y la apartaba rotundamente. Ambos se miraron fijamente.
- Te perdono y lo digo en serio – dijo Roberto.
- Sé que me equivoque pero dime qué hago para remediarlo, esto no puede acabar así – responde Sara.
- No tienes que hacer nada, la única forma de solucionar esto es que me alejé – dijo Roberto.
- Contigo es diferente, qué diablos hago ahora ¿Ah? – preguntó Sara.
- Siempre has sido una mujer fuerte ¿No? – Roberto.
(sollozos).
Roberto terminó de empacar, encendió la camioneta y se marchó. Ella lo miró desde la ventana y lloró en silencio. Tartufo lamió sus pies y se rozaba sobre sus piernas tratando de entender la actitud de su dueña. Le marcó con insistencia a su celular pero sus llamadas fueron desviadas. Ese lunes no envió el menú de la semana y desde entonces se prepara algo de comer al mediodía. Ha empezado a escribir las primeras páginas de su próximo libro y eso la mantiene ocupada. Martín llega todos los viernes a visitarla e ir juntos a tomar una copa de vino en el bar del pueblo. Los vómitos y resacas han sido constantes, al igual que las náuseas matutinas. Martín ha estado preocupado desde entonces y convenció a Sara para que pida una cita médica.
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Seca
Dom, 20/10/2013 - 11:08
Sentada en la mecedora de la entrada de la cabaña, Sara miraba a lo lejos sin fijación alguna. Sus pensamientos de viajes a Marte se hicieron inconclusos, el sol se despedía y el rodar de las hojas