Sin brújula por los cafetines de la novena (II)

Lun, 12/12/2011 - 05:04
Berenice:

No sé si alguna vez habrá notado mi presencia en el Café Pentágono. Con esta enorme humanidad que llevo encima como una coraza de rinoceronte es difícil pasar desapercibido; y no lo
Berenice: No sé si alguna vez habrá notado mi presencia en el Café Pentágono. Con esta enorme humanidad que llevo encima como una coraza de rinoceronte es difícil pasar desapercibido; y no lo digo precisamente por mi buena figura, sino por el tamaño de mi perplejidad y el peso de mis dudas. Estoy más cercano a la brutalidad del oso que a los ademanes marciales y ridículos del maestro de ceremonias del circo. El hecho es que, como animal grande y sensitivo, me esfuerzo por estar intensamente vivo, de modo que me río con frecuencia y estruendo; y me enfado asimismo con vehemencia, aunque sin violencia ni rencor. De esta suerte, reúno en un solo cuerpo las culpas de la humanidad, pero también su inocencia. Y así es como las convido, sin pudor, a tomar café en el Pentágono, establecimiento que, como usted bien sabe, no es tan reservado y seguro como su homónimo del Estado de Virginia, al lado del río Potomac. En cambio yo si percibí desde el principio su presencia sin mesura, su encantador semblante de mujer en sazón, ¡y qué sazón!. Usted entró una tarde al Pentágono para hacer una llamada telefónica, iluminando con sus ojos la estancia. El embolador, un tipo canijo y desdentado que intentaba sacarle inútilmente brillo a mis botas de cuero graso, adivinó la curiosidad en mi rostro y me dijo, sin necesidad de preguntarle, que su nombre es Berenice, la vendedora de unas rifas exclusivas. Yo me quedé contemplándola como a la Eva de Durero, ensayando una sonrisa en la mitad del cosmos, tratando de inventar una ocurrencia para halagarla, pero su resplandor me cegó como las luces plenas de un Transmilenio que se viene encima; y entonces se cayeron de los anaqueles de mis recuerdos todas las Berenices: Berenice, reina de los Ptolomeos; Berenice, reina de los Cirenáicos y de los Seléucidas; Berenice, reina de los Egipcios; y pensé asimismo en otras dos Berenices, princesas judías, hijas de Herodes el Grande y de Herodes Agripa respectivamente, y no porque yo tuviera una cultura universal, sino porque me lo contó otra Berenice, una muchacha triste, no tan hermosa como usted, que tocaba un violín rosado en los parques; y se me vino también a la memoria un cuento de Edgar Allan Poe que lleva por título “Berenice”; y recordé con candor infantil a Berenice, la primera mujer que ví desnuda en mi vida, bañándose a totumadas en el lavadero de una finca en San Antonio de Tena como una sirena de tierra templada, en fin, Berenice, nombre de origen macedonio que significa “portadora de la victoria” según me dijo un amigo muy culto, y entonces concluí que el suyo es un nombre predestinado para una mujer que vende billetes para rifas exclusivas en los cafés de la novena o para una gitana que dice la buena ventura. Mas cuando regresé de mis divagaciones usted ya había culminado su llamada, conque salió del establecimiento escoltada por las miradas trastornadas de todos los sujetos que ocupábamos las mesas sin oficio ni beneficio con una taza de café dilatada hasta el infinito, talvez esperando la fatalidad mientras escuchábamos sórdidos tangos que nos recordaban que “La juventud se fue...Yo ya no espero más...Mejor dejar perdidos los anhelos que no han sido y el vestido de percal”, y que, la pastora “se ha caído al pedregal de donde ya no volverá porque una estrella la llevó donde se va sin regresar”. Y yo le pedí sinceramente a Dios que no le fuera a pasar a usted lo de la pastora, porque aún tengo algo que decirle, no sé qué, pero ya se me ocurrirá el libreto; ¡qué va!. En realidad no se me ocurrirá nada, porque cuando llegue el momento, si es que llega, me pasará como al tiranuelo del cuento de Julio Cortazar, que no pudo decir nada para configurar su destino histórico retrospectivo, porque a duras penas balbuciré un piropo manido y destemplado que usted, preciosa Berenice, recibirá con desdén más que justificado, sin llegar a enterarse nunca de que cada vez que entra al Pentágono su altiva presencia nos regala un perfume de flores capaz de llenar el universo, y que sus formas generosamente contorneadas nos sugieren las rutas que perdieron a los navegantes alucinados del caribe. No sabrá tampoco que cuando circula con sus cadenciosas caderas entre las mesas, los clientes habituales del café, incluido un tío que sale cada diez minutos al zaguán para jugar con el humo de su cigarrillo “Pielroja”, sentimos un vértigo parecido al del trapecista que da el doble salto mortal en el vacío y que sólo recupera el aliento cuando puede asirse nuevamente al columpio salvador que lo regresa a la vida después de haber estado por un instante en el espacio muerto, en fin, cosas de índole parecida que permanecerán en mis labios a punto de salir cada vez que usted entra con el cielo puesto al Pentágono. Su admirador, El Peatón www.lapataalsuelo.blogspot.com
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