Había una vez un cura que, tras lograr dejar de fumar, también dejó de creer en Dios. Como dicen: colgó los hábitos y consiguió empleo como asesor en una tienda de objetos religiosos, cerca de la universidad Santo Tomas, sede Chapinero.
Vivía en una residencia universitaria, su habitación era una especie de celda con la cama de hierro y un lavabo. Por las noches solía tomar algo en los bares que rodean a la universidad Javeriana, aunque lo que le interesaba, más que ligar, era contemplar a los fumadores. Observaba minuciosamente cada uno de sus gestos intentando comprender qué placer había podido encontrar él mismo, en otro tiempo, en los Marlboro. Finalmente regresaba desanimado a su habitación y se hacía preguntas esenciales que se diluían en el aire al alcanzar el techo.
Muchos domingos iba a la Basílica de Nuestra Señora de Lourdes, y observaba atentamente también a los creyentes para ver si era capaz de reconocer en ellos un fragmento, por pequeño que fuera, de sí mismo. Los sacerdotes le llamaban especialmente la atención y a veces los seguía por la carrera 13 sentido sur hasta que su comportamiento comenzaba a resultar obsceno.
Un sábado en una rumba crossover, conoció a una hermosa mujer que se enamoró de él, pese a que le había contado su vida, sus adicciones del pasado, sus dudas. A la semana la invitó a su habitación y pasaron la noche juntos en la cama de hierro. Después de hacer el amor por primera vez, él se puso boca arriba, contemplando el techo del dormitorio con expresión ausente, y en lugar de fumar, que es lo que apetece en esos momentos, le dieron unas ganas incontenibles de creer en Dios. Creyó en Dios siete minutos, el tiempo que dura un Marlboro, y le supo mejor que el cigarrillo que encendemos al salir del gimnasio. Hicieron el amor cinco veces, y las cinco veces, al finalizar, consumió una porción de fe cuyo sabor despertó violentamente las glándulas de su conciencia, como la primera línea de coca de un ex drogadicto que recae.
Regresó al monasterio, y al mes de iniciarse en los ritos de la vida monástica volvió a fumar de nuevo. Un Marlboro, después de desayunar. Otro más, tras oficiar la misa. Más tarde, todo el rato. Fumaba y creía en Dios de forma compulsiva. El tiempo que había permanecido sin fumar y sin Dios le parecía un paréntesis letárgico. No volvió a ver a la hermosa mujer, de quien pensaba a veces si sería la Virgen.
Un sacerdote
Vie, 02/11/2018 - 04:37
Había una vez un cura que, tras lograr dejar de fumar, también dejó de creer en Dios. Como dicen: colgó los hábitos y consiguió empleo como asesor en una tienda de objetos religiosos, cerca de l