Virginia Mayer nos destendió la cama

Jue, 17/10/2013 - 23:51
Tras la guillotina que le aplicó este portal al artículo que le dediqué al procurador y después de recoger la cabeza y ponerla en su lugar, advertido de que tengo que empezar a guardar debida comp
Tras la guillotina que le aplicó este portal al artículo que le dediqué al procurador y después de recoger la cabeza y ponerla en su lugar, advertido de que tengo que empezar a guardar debida compostura, pues mis artículos empiezan a convertirse en molestas garrapatas que algunos personajes amenazan con arrancarse de un mordisco, decidí, exhausto ya de alegar, de invocar el derecho a la libre expresión y de advertirle a la revista las consecuencias que tiene para la democracia, el que se utilice la censura de sombrilla para evitar que a algún protegido del medio le caiga un chaparrón, pensar en un tema en el que no tenga que insultar a nadie, es decir, un tema que no me indigne, uno que no me saque la piedra. Lo primero que pensé fue: ¿será que puedo escribir sin rabia?  Y me dije, bueno, vamos a tratar de narrar desde la orilla contraria. No la de la rabia y el inconformismo, la otra, aquella bañada por las apacibles aguas mansas producto del estático conformismo de esta sociedad que nos consume. Vamos a darles gusto. Vamos a ver si puedo escribir sobre alguien que admiro y no sobre uno que deteste. Como tengo ese horrible pito de la censura, tampoco me puedo referir a personajes que respeto, quiero y aprecio, como Clara López Obregón y Luis Fernando Velasco, porque al hablar de ellos tendría que referirme a historias que involucran a otros seres oscuros del inframundo político, como Uribe y Gerlein, a los que no podría bajarlos de hijue(BIP) y malpa(BIP). Por otra parte, el sindicado tiene que ser un referente para ustedes, porque imagínense, si este prestigioso medio de comunicación me cascó reglazos en la mano como cuando me pute(BIP)ban los profesores en uno de esos ocho colegios de los que terminaron echándome, y todo porque le canté la tabla a esa gono(BIP) del procurador,  cómo será si me pongo a escribir de personas a las que de verdad admiro mucho, como mis porteros Darío y José, o de Úber mi conductor, que con los años se terminó preocupando más por mí, que mi papá. No, no, no. Aquí en KienyKe hay un estricto código  de conducta, somos lindos académicos, que hablamos bonito... Y DE GENTE BONITA... y si no Daniel, vaya y lea el decálogo del buen bloguero y se dará  cuenta de que en el parágrafo del artículo habla de: ¡DECENCIA!  Y usted Daniel es un ordinario guache para escribir que, o aconducta su comportamiento, o le metemos de castigo un corcho gigante en esa jeta, para que nos aprenda respetar, a nosotros sus mecenas intelectuales, los prístinos y diamantinos rebeldes e insurrectos de la dorada academia de las tropicales letras sudacocolombianas. Entonces, decidí escribir sobre la Ópera Prima, valga el lambetazo, de la mejor escritora colombiana en la actualidad, Polaroids de Virginia Mayer. Sé que algunos ya empiezan a convulsionar y muy probablemente la blasfemia les empieza a sacar espuma de la boca. Brincarán y chillarán, aireando sonoros nombres, alumbrados por luces brillantes que iluminan premios que habrán de perpetuarlos. ¿Y dónde me deja usted, orate pulguiento (como se refiere a mí uno de esos comentaristas que me quieren mucho), a Ángela Becerra, a Laura Restrepo o a Alba Lucía Ángel?, me chillarán algunos con sus comentarios. Y aún así yo no me les mamo. Con Polaroids Virginia desbancó a todas esas. Ellas podrán escribir muy bien y muy bonito, le meterán cabeza, estómago y corazón, no lo niego... pero es que la Mayer escribió Polaroids con todo eso también, pero le metió vagina.  Más específicamente: la tinta de su pluma es la sangre de la vagina que se le rompió cuando niña. Su vagina rota es el ingrediente mágico y secreto que guarda en el anaquel de su psiquis y que en esta novela sangra y palpita de principio a fin, haciendo de ella una obra maestra de la literatura colombiana. Las otras, dignas representantes de nuestra dogmática literaria, halagadas y alargadas  por la crítica, no tendrán nunca ese recurso porque así se den batazos entre las piernas, las heridas no trastornan lo mismo de viejo, que cuando a uno lo cortan desde pequeño. A Virginia me la imagino diciendo, aunque debo advertir que no la conozco personalmente: “Este sí es mucho guev(BIP), ahí si la cag(BIP) porque yo soy es uruguaya”. Y entonces me toca brincar a contradecirla: los seres humanos son de donde nacen o incluso de donde se crían, pero los grandes escritores son del lugar que les exprime el alma, que es la que suda sus letras. Y el alma de Virginia está más manoseada por Colombia que por cualquier otro país, eso es palpable cuando uno la lee. El que me leyera sin haberla leído, se imaginará un libro repleto de palmeras y pueblos costeros, y guayabas, y loros, y brisas marinas, y morenos zainos que bucean entre galeones hundidos, y curas que se enamoran y vírgenes milagrosas que berrean en pueblos perdidos y todos esos clichés de mier(BIP) que a algunos ya nos tienen hastiados. Virginia se desprende de ellos, logrando una novela universal, limpia y pulcra, sin arandelas melcochosas, al mejor estilo de la moderna narrativa estadounidense, y aún así muy muy muy colombiana. De música de fondo nada de guabinas, ni mapalés, ni un hijue(BIP) tiple de put(BIP) mier(BIP) que tanto detesto. Ninguna de esas gono(BIP) musicales. El paisaje: Miami, Nueva York, Londres, Madrid... y por allá lejos Uruguay, Montevideo para ser más precisos, como un recuerdo perdido que alimenta su memoria con alpiste, especialmente, por aquel traumático accidente que vivió ella de niña, y también Miranda, la dulce protagonista escogida para esta encarnación literaria. Aunque leyendo por encima, podría decirse que como fue en Uruguay que se le clavó la varilla que le rompió la vagina y este hecho es el origen de su historia, es también el origen de sus letras. Nada más equivocado. Aunque el recuerdo de la vagina y la varilla acompañan al lector durante toda la novela y que dicho acontecimiento se convierte en el detonante que lleva a la protagonista a esculcar sus baúles psicológicos en busca de su propia identidad, esa vivencia pudo haber sucedido en cualquier lugar del mundo y no logra matizar la obra de trazos que evoquen su país natal. Colombia en cambio fundamenta y le da vida a la protagonista, sus amistades, sus trabajos, la forma como critica y descubre el mundo, esa Virginia Amirandada tiene ojos, nariz y oídos colombianos, sin poder negar, que tal afirmación puede provenir del deseo de apropiarme de esta niña terrible que llegó a destendernos la cama. Incurro, lo acepto su señoría, mea culpa, en el discernimiento propio de un crítico que traduce para sí, los vínculos que existen entre el artista y sus letras, y en este caso, muy especialmente, aquellos que se gestan entre un capítulo y el otro. Y viene siendo este,  uno de los aspectos que más me impactó de la novela, la forma como esta escritora encuaderna uno con otro los capítulos, que pueden llegar incluso a leerse en desorden, empezando por el último, o arrancando en la mitad, sin que el lector pierda la emoción. Cuando uno lee Polaroids de principio a fin, después de respirar y mirar al techo, se da cuenta de que el título no pudo haber sido más preciso. Es la misma sensación que  provoca un álbum de fotografías familiar. Ojo, no las fotografías en el iPhone cuando alguien nos muestra a su hijo mocoso y a nosotros nos toca sonreír y decir que es una lindura la gono(BIP). Leer Polaroids es abrir un álbum de fotos ochentero y con tapa de cuero, con fotografías en blanco y negro, y otras en color con visos de amarrillo mareado: cada foto traduce una historia y un momento pero en las páginas del álbum hay un fantasma enloquecido que brinca de un lado a otro. En Polaroids sucede algo parecido, los lazos entre cada una de las historias son sutiles, delicados, y tan íntimos y transparentes, que solo al final, después del tiestazo, habiendo terminado la novela y recapacitado sobre ella, el lector logra caer en la cuenta de la fortaleza de sus vínculos y de la intensa relación existente entre cada uno de los capítulos. Algunos necesitamos de la literatura y de la música para desear la mañana siguiente. Los buenos libros y los buenos discos se convierten en una razón muy poderosa para no recibir el lunes con un tiro en la cabeza. Así como a muchos el amor les alegra la vida, a mí las palabras y las notas musicales me ablandan el alma. Eso cuando son buenas. Bien edificadas y coherentes. Las obras maestras son otra cosa, no son eso, no son el soma vitamínico que a uno lo mantiene en pie. Una obra maestra nos agrede, nos derrumba por dentro, nos recuerda nuestras miserias, nos transforma de bestias a humanos, solo por un instante. Por eso no basta que esté bien escrita, tiene que tener la fuerza de un golpe bien puesto. A mi todavía me duelen las guev(BIP) después de leer a Virginia. Ahora hablemos un poco de la autora. Un poco de lo poco que puedo percibir de ella, reitero, sin haberla tenido jamás frente a mí. Sus estudios y trabajos no me importan, esos los encuentra uno con un par de clics en la pantalla. Metiéndole psiquiatría forense y esculcando su cuenta de Twitter uno se da cuenta de que es una mujer muy compleja, muy problemática, muy caprichosa, muy escandalosa, muy, muy, muy, muy, muy.... Muy Virginia. Muy como esas en las que se fija la historia. Ella es una mujer de extremos, intoxicada por su propia genialidad, como Miller, Bukowski, Morrison, Vallejo y muchos otros. ¿Blasfemo nuevamente al compararla? No creo, distará de ellos en género, estilo y recorrido, pero tiene la misma yegua relinchándole en el cerebro. Puede ser que Virginia sea una vieja zafada y para algunos inmamable, pero ese es el precio que debemos pagar los mortales por tenerla con nosotros. Virginia termina siendo una de esas mujeres doblegadoras e imponentes que pueden llegar a caer muy mal y que a un tipo como yo le da un poco de culillo conocer. Es por eso que a Virginia en la web, un par de perras hijue(BIP), gurres, resentidas y fracasadas, la han tildado de gorda, de lesbiana, de burda, y otras cosas más... y en eso hasta pueden tener algo de razón. ¿Y qué? Gordita sí es, pero esos kilos de más, hacen parte de su obra, de su historia de vida, de su berraquera al reconocerlos y hasta gozárselos cuando narra sus tan mentadas peripecias sexuales, que no son ni muchas ni muy raras, por lo menos para un tipo como yo. Lesbiana, le dicen a esta mujer que se ha comido una que otra. Lesbiana le dicen por ser Mujer. “Mujer que no prueba mujer tiene todas las de perder” reza un trino que un día me dio por escupir. El que a Virginia le guste echarse al buche de vez en cuando a una doncella, no la convierte en lesbiana, todo lo contrario, estoy seguro de que esos polvos con sus nenitas la hacen encontrarse frente a frente con su feminidad, que matiza la dureza de su obra con visos de dulzura y sobre todo, de aquella intensa ternura que logra comunicar la autora con sus letras. Es una burda, afirma de Virginia por ahí, Elsy Rojas Crespo, una guaricha zonza que se las pica de intelectual y que no deja de trinar opiniones sobre Voltaire y Baudelaire pareciendo tan pendeja como de verdad es. Y sí, también es cierto, nuestra heroína a veces es burda, para mí una cualidad si se maneja con esa inteligencia que le sobra a Virginia. Burda, cuando toca y la provocan, burda cuando sus páginas gritan, burda por sacar las cosas de las tripas y no de la cabeza como hace tanta falta en estos tiempos donde tanto raciocinio y rebuzno académico, desbarata la poca autenticidad que nos queda. Eso sí, de su novela, nada, nada, nadita dicen. Nadie tiene nada que decir porque todos esos que la juzgan y critican, cuando de su novela se trata, tienen que cerrar la boca y masticar bien despacio sus palabras. Su obra calla a cualquiera. Incluso a mí me cosió los labios. Síganme en Twitter: @eldiabloesdios  
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