Viviendo con monjas, aprendiendo reflexología

Vie, 02/02/2018 - 06:52
¿Cómo terminé viviendo con monjas de la India? me pregunto estupefacta debajo de un sleeping que traje para dormir; es tarde en la noche y el sueño aún no ha llegado, es la primera vez que duermo
¿Cómo terminé viviendo con monjas de la India? me pregunto estupefacta debajo de un sleeping que traje para dormir; es tarde en la noche y el sueño aún no ha llegado, es la primera vez que duermo con tres completas extrañas en una habitación comunal. ¿Cómo carajos terminé aquí? me repito. Hace unas semanas no me sentía muy bien y visité a la hermana Molly; aunque aprendió reflexoterapia en la india, no vino a practicarla constante sino hasta cuando llegó a América Latina hace más de 16 años. Lleva algunos meses tratándome (tiene especial cariño por las causas perdidas). Mientras apretaba mis pies con la agilidad de años de práctica y una fuerza divina, me comentó de sus planes de hacer un curso de reflexoterapia. Iba a ser un curso pequeño, como los discípulos de Jesús solo 12 personas serian seleccionadas y por alguna razón quería que fuera una de ellas. Si soy sincera, acepté por pura curiosidad, ahora acostada en medio de la noche me pregunto por lo que ha de venir.

Y así comenzó

La mañana siguiente empezó temprano; hay algo en el lugar que te llama a madrugar. Yo lo llamo convento, pero en realidad es una casa bastante acogedora, y siendo mi primera vez quedándome en una congregación religiosa, me siento como novicia novata. Cuando bajo, la primera planta ya está rebosando de vida. Algo tímida, saludo a los presentes y me dispongo a ayudar. Tal vez no sea la mejor católica, no me sepa la mitad del rosario y ocasionalmente se me olvide el credo, pero acomedida si soy. Por fin, cuando estamos todos reunidos para desayunar, la voz de la hermana Juana (quien encabezaría el curso) se alza y empieza a cantar lo que no puedo hacer más que suponer es el himno de la comida, las demás hermanas se unen a cantar esta canción de gracias por los alimentos. El desayuno no fue la única canción del día, cada ocasión ameritaba una melodía; estaba en la mitad de la novicia rebelde. Aunque no me sabía las letras era una experiencia bastante tranquilizante. En especial la voz de la hermana Theresse, tal vez porque viene de un país lleno de espiritualidad, pero oírla entonar esas canciones es un verdadero placer. La mañana pasó veloz entre canciones y medicina tradicional china –una rara combinación– y en la tarde practicábamos incansablemente los puntos de presión. Para el tercer día nos dolían tanto las manos de presionar, como los pies de practicar. Mis compañeros y yo caminábamos apenas tocando el suelo. Pero a pesar de ser una práctica algo adolorida, nunca fue tortuosa gracias a las risas que nos sacábamos entre todos.

¿Por qué?

Cuando empezamos, entre las muchas preguntas que tenía era: ¿Cómo había sido el criterio de selección? Había todo tipo de personas, edades, profesiones, ¿cómo nos habían escogido? Al final lo entendí, había algo que todos compartíamos, no importaba la hora del día, ni cuánto habíamos practicado, mucho menos si estábamos cansados, siempre los veía a todos con una sonrisa. Nunca escuché una palabra dura; todos, aún sin conocernos y sin planearlo, nos regíamos por una ley invisible: la amabilidad. Algunos eran extrovertidos, otros, como yo, un poco más callados, pero siempre reinó el respeto y la aceptación; cada uno veía al otro en su esencia y eso era suficiente, no se pedía más ni se esperaba menos. Al terminar el curso y después de pasar varios días viviendo con las hermanas, aprendí algo más que medicina china y torturar pies. En primer lugar, por fin logré aprenderme el himno a la reflexología (sí, de eso también había). Lo más importante que comprendí es que no es solo la ciencia que cura, también es la compasión. Una sonrisa amable, una palabra cálida, ver al otro como es y entender que esa es su forma y está bien. Aprendí más de mis compañeros, profesores y las hermanas, con todo y canciones, que cualquier libro. Entendí que hay que ser feliz para sanar, ya sea a nosotros mismos o al otro. Entendí también que mi camino no es ser monja, pero eso no me impide cuidar de quien me rodea y extender una mano de alivio al que tengo al lado. La mejor cura que podemos brindar es extender la felicidad.
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