Ya no se nos hace extraño que de Colombia en el mundo entero se hable de su sempiterna impunidad. No es raro que oigamos hablar de corrupción administrativa, política y de descomposición del tejido social. Tampoco son ajenos a nuestra reiterada conducta y permisividad, los conceptos crimen y masacre. De nuestro consuetudinario desarrollo no escapan los vejámenes provenientes de los estamentos públicos que propician ambientes antijurídicos. Mucho menos se ausenta de nuestro imaginario colectivo, pero desgraciadamente real, la ausencia de castigo para el delincuente y sí más bien sus reiterados beneficios y elogios, porque sus conductas claro que son laudables.
Esta no va a ser una de aquellas columnas en las cuales se oigan denuncias acerca de lo que por acción u omisión resulta ser una actitud delictiva de la administración y sus aliados mafiosos. No quiere decir tampoco, que me haya amilanado o cansado de hacer este tipo de señalamientos, pues será siempre esa una parte fundamental de mi bandera humanitaria tras nuestro encomiable propósito: la verdad. Los sentimientos e ideas que hoy inspiran estos renglones están llenos de decepción, desengaño y desilusión. Haré un relato de 22 años de impunidad censurable y dolorosa, comenzando con un símil. Supongámonos a aquel niño que aprendiendo a montar en bicicleta cae por primera vez y se levanta, se limpia sus rodillas y continúa su encause por aprender a pedalear con ritmo, equilibrio y fuerza. Sigue y vuelve a caer una y otra vez. Luego de tres y cuatro caídas resuelve detener su marcha y acude a su madre en busca de sanación de las heridas causadas por los reiterados golpes y raspadas que lo hicieron llorar, aunque no por eso como por la frustración de saber que no fue por él, sino por situaciones ajenas a sus capacidades y a su voluntad que aún no podía lograr su anhelado sueño. Ahora bien, imaginemos que su madre en vez de asistirlo con amor y responsabilidad propios de su condición amorosa y maternal, lo recibiera a gritos y en vez de curar sus heridas embadurnara una mezcla de sal, vinagre y limón diluidos en agua sucia e infectada. Eso debe hacer más intenso el dolor de ese niño ahogado en lágrimas; máxime viniendo de su protectora y cariñosa Mamá. Así mismo nos sentimos hoy, al ver que este 27 de noviembre, debemos soportar un año más de impunidad en el crimen del avión de Avianca, que ya completa 22 en el absoluto y miserable ostracismo judicial.
Se puede entender que los malos hagan mal, que los delincuentes se dediquen a delinquir, pero no se puede entender que los “buenos” que tienen que impartir justicia hagan lo mismo que aquellos. En un raciocinio lógico no encontraríamos entonces diferencia entre unos y otros, pues si el malo hace daño y el bueno refuerza el daño, es incluso más malo el “bueno” que el propio malo. Nos sentimos desolados y descorazonados con la actitud no solo indiferente del Estado, sino abiertamente revictimizante frente a nuestra masacre, en la cual atomizaron en pleno vuelo a 107 personas inocentes y ajenas de esta maldita guerra insensata entre malos. Es inevitable que en este momento no escurra una lágrima por mi mejilla izquierda, como me imagino las tantas que escurrieron del niño frustrado y adolorido que trató de montar en su bici.
Es así como nuestro grandioso estado (y lo escribo con minúscula a propósito), sus putrefactas instituciones y sus contaminados, impuros y corrompidos siervos nos han tratado durante 22 años. Han sido más de dos décadas durante las cuales lo único que hemos pedido es verdad. Se han burlado en nuestras caras con normas como la discriminatoria e inconstitucional Ley de Víctimas, la 975 de 2005 y sus decretos reglamentarios, por citar las más sonadas y las más beneficiosas para los victimarios, alejándose del verdadero concepto dignificante de una norma reparadora a las víctimas.
Acompañé todo el debate y la discusión legislativa de la Ley 1448 de 2011. En la Cámara supliqué por la Comisión de la Verdad; en Puerto Boyacá rogué por tener en cuenta el tema de los narcos y las persecuciones políticas; en el Senado hice una rogativa por la supresión de la frase “conflicto armado interno” y por la inclusión de las víctimas del narcoterrorismo. Todo esto en 2 años de trabajo entregado luego de haber logrado elevar al rango de lesa humanidad nuestro crimen, en lo cual veíamos un avance, pero nada de esto fue oído y de avance no tuvo nada esa declaratoria; todo lo contrario. Hoy la Fiscalía General de la Nación considera que este acto terrorista no revistede la importancia suficiente como para volver sus ojos hacia él. La excluyente Ley de Víctimas nos dejó por fuera y para acabar de completar, la Corte Inconstitucional, es la aliada número uno del cuerpo colegiado legislativo y de la Fiscalía, pues ha entorpecido y ha hecho todo lo posible y lo ilegal para que nuestro derecho a la verdad y a la justicia no sea reconocido. A veces la voz se disminuye por tanta proclama por los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario sistemáticamente conculcados en el país del Sagrado Corazón, o mejor, del Desgarrado Corazón de quienes luchamos por un país justo y libre y no encontramos eco ni respuesta a los clamores legítimos. Será que nuestros seres no valen tanto como otros, será que hay que ser de apellido Galán, porque ni Lara, ni Jaramillo, ni Antequera, ni Gómez dan para ser dignos de justicia en Colombia.
Hay que querer verdaderamente humillar, ofender, ultrajar, afrentar y zaherir de manera repugnante a las víctimas, para que un dizque Estado de Derecho, le inflinja este suplicio desconsolador a los damnificados de su corrupta y cochina guerra. Nos obstante, seguiremos elevando nuestras plegarias y voces al infinito, para honrar las almas y memorias de nuestros seres amados que en un mismo vuelo encontraron un mismo destino: el cielo. Por eso mañana los recordaremos Con amor y música en un acto que denominamos Un canto a la desilusión, que seguramente también será ignorado por quienes tienen que acudir por obligación moral y legal y que fueron invitados a este evento.
22 años de indiferencia e impunidad no son cualquier pendejada: Señor Presidente, Dra. Viviane, Señor Procurador, Honorables Congresistas y Magistrados, ya no más mentiras señores. Respeten la dignidad humana; aquella que cuando les conviene advierten con tanta vehemencia. Ya no más engaños. ¡Exigimos verdad y justicia!