Bicentenario deslucido

Mar, 06/08/2019 - 08:38
La celebración de los doscientos años de Independencia va a pasar con mucha pena y poca gloria, y no porque hayan faltado fiestas en algunos municipios de Boyacá, unas cuantas conferencias, juegos
La celebración de los doscientos años de Independencia va a pasar con mucha pena y poca gloria, y no porque hayan faltado fiestas en algunos municipios de Boyacá, unas cuantas conferencias, juegos pirotécnicos, visitas presidenciales, declaraciones en el parlamento y otras manifestaciones menores. Hemos desaprovechado esta efeméride para invitar a la comunidad entera a reflexionar, por lo menos durante todo este año, sobre las consecuencias de la gesta libertadora y a dar una mirada crítica y retrospectiva a lo que hemos construido o destruido como república independiente. El mismo Gobierno, tan dado a los discursos, ha pasado de agache y ha perdido una oportunidad histórica para convocar a los jóvenes a discutir sobre los grandes propósitos para los siguientes cien años. Las celebraciones cívicas no deben llevarse a cabo para emborracharse ni para dar paso al jolgorio, sino para meditar, evaluar y proyectar el futuro. Nuestros abuelos tenían mayor sentido sobre lo que significaba una celebración nacional, y, por ello, hace un siglo, se desplegó una movilización, tal vez restringida a las élites y a algunas ciudades, para festejar espiritualmente los primeros cien años de independencia, que acompañaron con pequeñas obras públicas, el descubrimiento de retratos, bustos y estatuas, y la realización de tertulias literarias, a la usanza de entonces. Era mucho más de lo que se está haciendo ahora. Les invito a leer el artículo de Eduardo Posada Carbó sobre la celebración del primer centenario de la Independencia.* Nos recuerda el historiador Posada que funcionó una comisión preparatoria de carácter cívico y bipartidista durante tres años, y que se cantaron “tedeum” en todas las ciudades dentro de un “espíritu civil y republicano”; se fundaron, asimismo, escuelas, museos, hospitales, plazas, puentes, avenidas y otras obras públicas. La fiesta duró 17 días en toda la nación. Evoca Posada las palabras del presidente González Valencia: la celebración “debía servir para que ‘en la nueva centuria independiente, el amor a la paz arraigue fuertemente en la conciencia popular’”. Existió entonces un espíritu “centenarista” muy profundo, hoy ausente. En Bogotá, como en otras ciudades, quedan obras que atestiguan las celebraciones de hace un siglo, una de ellas el Parque de la Independencia, con la inauguración del quiosco de la luz, donado por los hermanos Samper, y el Pabellón de Bellas Artes, una pequeñita réplica del Grand Palais de París, donde se celebró la feria mundial. El pabellón sirvió hace un siglo de sede a una exposición industrial y agrícola, en la cual se expusieron los productos del campo, de la artesanía y de la incipiente industria nacional. Hoy no existe el espíritu patriótico de 1910 y las circunstancias son diferentes: había terminado la guerra de los Mil Días y las heridas estaban frescas; Panamá había sido cercenada; se inauguraba el Gobierno de unidad de Carlos E. Restrepo; la Iglesia era muy influyente; el país era pobre y bucólico y las gentes todavía ingenuas y desprevenidas. Ahora somos mucho menos pobres y el cambio social es impresionante. Estamos llenos de problemas de fondo que hace un siglo no existían, el sentido patriótico ha desaparecido y nuestros dirigentes están ocupados en asuntos más urgentes y mundanos que una celebración espiritual. ¿O es que no hay mucho para celebrar? Este sería el momento indicado para preguntarnos si la Independencia y la campaña libertadora sirvieron para cambiar y mejorar el ritmo del país, o si continuamos igual, sin la autoridad española, pero con el mismo modelo de gobernantes, ya no enviados desde Madrid, sino criollos nacidos en América. También sería el tiempo de cuestionar si la vida republicana cambió el destino de estos pueblos, o el progreso material, político y cultural ha sido demasiado lento y continúa siendo inequitativo. Somos un país adulto, como las demás naciones de Iberoamérica, y no podemos escudarnos tras una dependencia política y administrativa de España o de Portugal. Tenemos uso de razón, gozamos de derechos y libertades, y hemos recorrido un camino de dos siglos de gobiernos independientes. ¿No es hora de hacer un alto en el camino para rendir cuentas de lo que no hemos podido lograr? O, ¿será que le estamos huyendo como sociedad a esa rendición de cuentas? Estamos a unos días de la pobre y lánguida celebración de unas fechas históricas, que celebran las realizaciones de Bolívar, Nariño, Santander y otros héroes. ¡Qué lástima que el Gobierno y los principales líderes sociales hayan dejado pasar este momento especial para adelantar una reflexión profunda sobre nuestro destino!
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