Si alguna vez me decido irme a vivir conmigo, no dudaría en levantar velas y largarme para Colombia. No a la Colombia aburrida de las noticias, el país de las tragedias de la memoria y de una cotidianidad donde las sorpresas son las cosas buenas.
Ya decidí quedarme, para cuando lleguen los tiempos de arrugas y disfunciones, en una Colombia donde lo que menos se siente es Colombia. Hablo de esa Colombia que sólo referenciamos en el mapa aprendido en la escuela y que a veces no incluimos por pereza o falta de espacio: la Colombia insular.
Extender los pasos hasta la Colombia insular, más allá de las millas que permite la vista adolescente no es un mero ejercicio de aeronavegación así como tampoco de simple turismo esnobista y mercante.
Dirigirse hacia la Colombia insular es encontrarse con un terco paisaje que se obstina en seguir siendo un pedazo de país a pesar de la indiferencia con la que el continente lo mira. Recuerdo la interpelación de Bernardo Bent Williams en Providencia cuando me dice: “No se trata de sentirse colombiano o no. Ese no es el problema. Lo grave es el trato que el centro nos ha dado siempre…”Bernardo es Concejal de Providencia por primera vez y llegó porque se ha cansado de la forma como se manejan las cosas en la isla y como él mismo lo dice: “porque no soy político.”
La presencia del Estado central o regional se vuelve algo casi anecdótico de no ser porque el SENA mantiene su flama encendida en estos territorios, ahora la ESAP, intenta anclar su nave por mucho tiempo y espera buenos vientos en esos paraísos estéticos de la naturaleza. ¿Por qué nos cuesta tanto como Estado colombiano mantenernos en esencia dentro de los isleños y provincianos?
Una Colombia entre siete colores, un país extendido más allá de 775 km. (480 millas náuticas) hasta el Meridiano 82, una disputa entre Estados cuando deben entretener a sus respectivas sociedades, una bandera artificialmente izada el 23 de junio de 1822, una población raizal acorralada por los migrantes y los turistas; refugiados en “La Loma” y más allá en San Luis; otros como en Providencia, compartiendo espacios excluyentes con los ricos y famosos del continente; profanadores de un santuario del silencio y la quietud.
Afortunadamente el “gen Caribe” y sus cromosomas de “caribidad” acortan distancias, estrechan sentimientos y cuajan alegrías entre el idioma español avasallante y el creole isleño que se burla del conquistador energúmeno. Por fortuna, otra vez, existe el Caribe erótico y contemplativo, que congela el tiempo, nos transporta a la quietud y nos invade con una tranquilidad y una lentitud digna de cualquier elogio literario. Esas condiciones, superan a cualquiera denominación de nacionalidad y se nos olvida lo de ser colombiano y nos ungimos en un Caribe inmenso, en una nación de colores, salitre, música y alegría; desde Nueva York hasta Salvador de Bahía; desde Veracruz hasta las Antillas mayores y menores; desde el Urabá hasta las Bahamas.
Guardar postales de la Colombia insular solo sirve de pretexto para exhibir conquistas de aventurero en la comodidad, prefiero almacenar los instantes, uno por uno, en donde estuve con los raizales y continentales que se sienten como propios; dando la pelea por seguir siendo colombianos pero con dignidad e incluidos en un país que no se conduele de sus propios huéspedes y mucho menos de los que mantiene más allá del inquilinato territorial. Allende ese mar inmenso de indescifrables colores y de cielos efímeros como las esperanzas sembradas.
Mis postales y fotografías de la Colombia insular no quedaron en cualquier memoria de finitos gigas, las almaceno en la infinita memoria del cariño y el aprecio recíproco con la gente raizal y Caribe como yo; de espontánea alegría y de brazos al frente, sin esconder nada y abrazándolo todo como para que no se nos escape nada; en un eterno comulgar con el día que hay que vivir y la espera sin afanes del mañana imperdonable. Para eso está el mar ahí, cómplice y juguetón, sin mezquindades y angustias. Como un gran Dios bondadoso y protector, de esos que ya no abundan tanto.
Coda: un agradecimiento nunca borrable de la memoria para la familia Howard Pardo por su acogida, sentimientos y calidez en la Colombia Insular. Al patriarca doctor Howard, extiendo mi firma en blanco para comprometer por siempre mi cariño.