Aicardo Rodado es un colombiano cuarentón, catalogado oficialmente en la clase alta de manera arbitraria y sin una razón económica o social válida. Como muchos colombianos, es católico por tradición y por superstición más que por entendimiento o verdadera convicción y al igual que otro gran número de compatriotas, está desempleado.
Este personaje sale con frecuencia a recorrer las calles de Bogotá, no porque esté sin cinco para pagar transporte, o porque no tenga carro. No, camina porque, aunque no lo crean, disfruta haciéndolo. Es cierto que en ocasiones ejerce su función de bípedo porque prefiere caminar a enfrentarse al inaguantable tráfico vial en su carcacha de 15 años, o a tener que soportar a uno de esos cavernarios que se supone conducen vehículos de transporte público pero que en realidad embisten al mundo y desahogan sus frustraciones al tiempo que arriesgan sin escrúpulos la existencia y calidad de vida de pasajeros y andantes, al volante de buses que más parecen inmensos paquidermos sucios, deformes y ruidosos que están enajenados por las drogas, que vehículos, o por no tener que enfrentar a algún taxista de los muchos que hay, que no ahorran fullería para tumbarlo y cobrarle de más los míseros 1.500 pesos que tiene reservados para el tinto, y con ello, acabar con el respeto que Aicardo quiere e intenta profesar por el prójimo.
Uno, de entre muchos inconvenientes que tienen estas caminatas seudo-masoquistas que realiza nuestro protagonista, es la “rabia”. Si, eso mismo, la verraquera que le produce la cantidad de obstáculos, ilegalidades, injusticias, porquerías, abusos y otros actos que atentan contra los ciudadanos y demás animales fantásticos o reales que habitan esta amada y paradójicamente, por momentos, detestada ciudad. Y no solo estoy hablando de actos que llevan a cabo o dejan de realizar los honorables políticos y/o supuestamente capacitados administradores de este despelote urbano. Estoy hablando de las arbitrariedades, ilicitudes, irresponsabilidades y cagadas que todos cometemos contra Bogotá y sus moradores, sin siquiera parpadear un pestañeo de más por remordimiento o aunque sea, por reconocimiento de que estamos haciendo algo equivocado.
A pesar de esta realidad: la rabia, Aicardo no deja de andar estas calles que le atraen como las llamas atraen a las polillas y de las cuales de vez en cuando sale con las alas del alma o del ánimo chamuscadas, atrofiadas y adoloridas, y con mucha frecuencia con el rabo entre las piernas, temiendo que algún troglodita de esta moderna urbe le vaya a pegar un mazazo por haberle sugerido que cumpla con alguna norma cívica, como por ejemplo abstenerse de manejar su moto sobre los andenes de la avenida 19, indicarle a un iracundo vendedor que está obstruyendo el paso peatonal con su venta de dulces en los alrededores de la Universidad Javeriana, o señalarle a un inculto ciudadano que está incumpliendo alguna obligación social elemental, como no orinar debajo del puente peatonal de la calle 85 o botar basura en nuestro olvidado centro histórico.
Bogotá llegó a ser lo que es, por muchas razones. Pero Bogotá es lo que es, porque nosotros todos, vivimos en ella. La razón principal del ambiente, apariencia y dinámica de esta ciudad es que usted, ella, él, Aicardo, y yo, vivimos aquí transitoria o permanentemente. Sí, usted también, el negro que está tratando de pasar de agache, el paisa que se hace el del las gafas, el boyaco que se esconde detrás de la ruana y usted, también son responsables.
Muchos nos damos cuenta de lo horrible y degradante que es el comportamiento del vecino aristocrático cuando deja la basura tirada en el antejardín, o el de la nena sofisticada vestida con sus jeans y botas sexys cuando estaciona el carro último modelo del novio sobre el andén, o el del caballero al que le chorrea por todos lados la elegancia y que orina en la calle parado contra el carro, pero no nos damos por enterados de que nosotros mismos cruzamos la calle por donde se nos da la gana, colocamos el aviso del negocio en medio del andén o metemos la moto por la ciclo-vía sin que siquiera aceptemos que estamos cometiendo un atropello desvergonzado contra las personas que conviven a nuestro alrededor y con la ciudad.
La esposa de Aicardo le repite una frase con frecuencia; “el pájaro bueno no caga en su propio nido”, claro, ella lo decía antes de empezar a hacer sus propias cagaditas, pero el concepto sigue válido. Los habitantes de Bogotá, no solo cagamos en nuestro propio nido, sino que nos gusta untarnos y untar a los demás del excremento que en él depositamos. Es una inconsciencia “auto-excremental” que tarde o temprano nos va a ahogar en mierda si no decidimos de una vez por todas que tenemos que civilizarnos, hacernos más cívicos y volvernos gente decente. No decente como se entiende normalmente por estas latitudes, o sea que tiene plata y posición social, sino decente en el verdadero significado de la palabra: honesto, justo, adornado con limpieza y aseo, digno, bien portado, de buena calidad (Nuevo Espasa Ilustrado 2000).