Crónicas de un tipo cualquiera (4) La salud social

Mié, 29/02/2012 - 09:02
Aicardo Rodado es un tipo de malas pulgas formado en las exigencias del mundo de los negocios y aunque hoy en día está desempleado y sigue siendo gruñón, la suerte

Aicardo Rodado es un tipo de malas pulgas formado en las exigencias del mundo de los negocios y aunque hoy en día está desempleado y sigue siendo gruñón, la suerte no lo abandona del todo. Su esposa, Maruja, tiene cara de ángel y un cuerpo despampanante que a pesar de sus cuarenta y tantos años, muchas veinteañeras envidian. Es una mujer hermosa, elegante, que no necesita mostrar su figura con ropa demasiado apretada o destapada pues las otras personas intuyen la belleza que debe haber debajo de esa tela, sin necesidad de exhibirse. Pero no es por esto que digo que Aicardo conserva un poco de suerte, al contrario, la belleza de su mujer que antes era motivo de orgullo personal, ahora se le volvió tema de conflicto y depresión, asunto que aclararé en otra columna. Digo que aun conserva una pisca de suerte, porque Maruja, después de casi veinte años de criar la única hija de los dos y aprovechando que está suficientemente crecida para dejarla andar independiente y a sus contactos del gimnasio, consiguió un empleo que le da seguro obligatorio de salud que cubre a su marido y que esperan lo ayude a curarse de su ahora constante dolor abdominal.

Aicardo decide caminar hasta el centro de atención localizado en un sitio estrato alto, en donde se han instalado varias empresas supuestamente preocupadas y dedicadas al cuidado del bienestar de los ciudadanos y en donde nuestro adolorido y un poco deprimido personaje espera que le ayuden a hacer la vida más llevadera. El dolor estómago sigue presente, pero él piensa que es más tranquilo caminar hasta la calle 96 con autopista, que enfrentarse a los miles de usuarios del Transmilenio a esa hora del día.

 Las primeras cuadras son relativamente calmadas a pesar del ruido infernal de los vehículos en la autopista y a la invasión descontrolada de institutos y negocios que se tomaron las casas de familia para sus actividades, pero al cruzar la calle 100 el panorama se vuelve aun más complicado. Cientos de personas deambulan por el área, que digo cientos; miles. Mujeres solas y acompañadas, hombres con maletines y con morrales, jóvenes de sexo femenino, de sexo masculino y de sexo desconocido caminan de un lado para el otro a toda velocidad por un área originalmente diseñada para la convivencia de familias, pero que a pesar de esto, hoy en día es una zona comercial. Un perro vagabundo escarba entre las bolsas de plástico usadas por los vendedores de comestibles para desechar sus desperdicios y que trabajan hasta con gas y carbón sin ningún tipo de control de seguridad o sanitario. Una mujer indígena vestida con ropa colorida pide limosna mientras amamanta un bebé y trata de cuidar a tres o cuatro niños flacos que corren entre las piernas de los pasantes. A un costado del andén, que no fue construido para estos menesteres, se desplazan hombres enfermos e incapacitados que arrastran sus duras existencias y balas de oxígeno conectadas a sus cuerpos, mujeres acompañando a ancianos o llevando bebés pálidos en los brazos, enfermos en sillas de ruedas, parejas con niños de todas las edades y uno que otro despistado sin nada más que hacer que caminar entre la multitud observando a Bogotá crecer al ritmo e intereses del dinero y comerciantes sin considerar para nada al ser humano. Este gentío se desplaza por los andenes entre ventas de frutas, de maní salado o dulce, de empanadas, pasteles y arepas, entre vendedores de ropa, de chucherías, zapatos y artesanías, esquivando motocicletas que se estacionan donde quieren y donde pueden, y bicicletas que tratan de mantenerse en la ciclovía pero que tienen que evadir a los niños de la indígena, las mujeres que llevan los coches con bebés y a las personas que empujan a sus enfermos en silla de ruedas de un centro de atención a otro, porque a pesar que aquí hay muchas clínicas y servicios de salud, por alguna misteriosa razón que todos sabemos que de alguna forma lleva el signo pesos, a ningún funcionario de planeación se le ocurrió que necesitaba aprobar construcciones para estos sitios solo si contaban con espacios suficientes y aptos para circular, y estacionamientos adecuados para vehículos, o que por lo menos tuvieran una bahía para las ambulancias que llegan hasta la puerta de los edificios embistiendo la multitud por entre este bazar de baratijas antihigiénicas, ruido, contaminación, transeúntes y mercachifles.

Para cuando Aicardo llega al sitio de la cita medica, tiene dolor de cabeza, está agitado y sofocado, el dolor del costado es insoportable y apenas tiene fuerzas para hacer fila entre el gentío para que lo atiendan.

El médico es un joven amable que solo es una pieza más en esta infernal máquina social, y que de manera apresurada le indica que los exámenes confirman que Aicardo tiene el colon irritable. Le formula medicamentos al tiempo que le advierte, que si no evita el tinto y se toma la vida con calma, si no se cuida de las tensiones y se aleja del ruido, la ansiedad y el estrés, las atenciones y cuidados ofrecidos en los que Aicardo cree, deberían ser centros médicos humanistas preocupados por el bienestar de las personas, pero que en realidad son máquinas de hacer dinero a costa del sufrimiento de la gente, no podrán devolverle la salud perdida.

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