De la Burka al Burkini en nombre de Allah y de la Libertad

Dom, 04/09/2016 - 05:03

Burkini playa

“Las mujeres del mundo occidental que portan un velo [islámico]

 contribuyen a la esclavitud de las mujeres de otros lugares del mundo

para quienes la usanza [obligatoria] del velo es una restricción”

Mona Eltahawy - Periodista, Escritora egipto-estadounidense.

Pensar que de buena voluntad las mujeres musulmanes se encajan una burka o ahora un “moderno” burkini, no sólo sería candidez, sino ignorancia, por no decir cinismo; estas han sido ancestralmente “guiadas”, es decir, sometidas a ocultarse tras moles de trapos porque son consideradas impuras, provocadoras de pecado y lascivia; ese mismo pecado que los machos sí pueden ejercer sin impedimento alguno. Algunas burkas tienen en el dobladillo pesados lastres de plomo, como el de los cortinajes de salón, para evitar que una ventisca impertinente ponga al descubierto los pecaminosos tobillos, por no hablar del resto del cuerpo que ya sería grave infracción. El burkini, su versión ligera de playa, cubre también el cuerpo en su integralidad suprimiendo los faldones negros y permitiendo, oh gran progreso, una mayor movilidad en el agua, esa que no es permitida en la calle. La mujer islámica ha sido forzada por siglos a cubrir sus “vergüenzas” (su cuerpo entero y aun la cara) por preceptos claramente falócratas emanados del tenebroso Corán. Quienes ahora con “rebeldía” reivindican el derecho de cubrirse, han sido, como mínimo, víctimas de un gran lavado de cerebro fraguado desde el útero materno. ¿Habrán analizado estas mujeres “rebeldes” quiénes son aquellos que han tomado la decisión de ocultarlas de la supuesta mirada lujuriosa de los hombres? Ciertamente no. Acatan ignorante y cómplicemente estos insensatos cánones vestimentarios sin crítica alguna, y sin querer comprender que esta atadura les fue impuesta por sus verdugos: religión y falocracia. Aceptando dócilmente que un incumplimiento a este severo código vestimentario las convierte ipso facto en rameras, en impuras y por ende en inmerecedoras de un marido, y en muchos casos meritorias de lapidación. ¿Es lo mismo que una mujer occidental decida bañarse con vestido o con traje de buzo o escafandra? Definitivamente no, tal proceder –ridículo, por cierto– no tendría una connotación religiosa ni impositiva, ahí sí se podría hablar de derecho de elección, a contrario del caso musulmán en el que con coacción de castigo social se obliga a la mujer a tener un recato instituido por los hombres para sus hembras. Sin olvidar los múltiples casos en los que la desobediencia a este dictamen ha sido castigada con chorros de ácido en la cara, dejando a las reacias deformadas e irreversiblemente marcadas; en nombre de Allah y su corte todo es permitido. Y ahora cuando se emiten críticas y reglamentaciones nos hablan de libertad, vaya exabrupto. ¿Debe la democracia permitirlo todo en nombre de la libertad que preconiza, incluso los actos de aquellas personas que pretenden destruirla? Un gran debate teórico-filosófico está establecido desde los orígenes mismos de la democracia; una pregunta para la cual no ha habido respuesta contundente, definitiva, o siquiera consensual. Mientras que estas eternas polémicas transcurren, ya con tintes bizantinos, los países democráticos han establecido normas básicas como la Constitución y las Leyes que encasillan el accionar de sus ciudadanos, que los constriñen a un cierto cumplimiento y que en virtud del pacto social que establecen garantizan la preservación de los Estados Democráticos. Es decir, que el Estado de Derecho que imponen, con la anuencia debida de las instituciones y procedimientos preestablecidos, limitan la libertad. Sí, la limitan para lograr preservar la sana convivencia y, reiteremos, la misma democracia. Entonces, pensar que en una democracia, y en nombre de la libertad, cada cual puede obrar como a bien tenga, no sólo es delirio cándido, sino improcedente. Los Estados Democráticos, y valga la sencillez, tienen sus regulaciones a las que amoldarse, es decir, respetar y cumplir. La también buena noticia es saber que estas son susceptibles de modificación mediante los procedimientos establecidos. Las actuales controversias alrededor del uso del mal llamado burkini, que como ya hemos comentado, no es otra cosa que la extensión playera de la opresora burka, pero fabricada en licra para que ni el agua penetre en los recatados y subordinados cuerpos femeninos islámicos. Se abre, entonces, el debate sobre si se debe permitir o no esta “innovadora” prenda en las playas europeas; las primeras reacciones de algunos alcaldes franceses fue prohibirlos –con la desaprobación ahora del Consejo de Estado–, argumentando, sin decirlo, provocación a la luz de los recientes actos de terrorismo acaecidos en ese país, y particularmente en Niza en donde justamente en la celebración del 14 de julio, día nacional, un camión arremetió y arrolló a la multitud festiva causando numerosos muertos y heridos; una gracia más de un fanático islamista en nombre de su inverosímil dios (perdón el pleonasmo). Los ánimos de los ciudadanos franceses así fuertemente caldeados ven con mala cara a las musulmanas encortinadas de arriba a abajo y desafiando a las bañistas que por esas playas suelen ser de topless. Arguyen o mal arguyen también la prohibición a problemas de higiene, irrespeto del secularismo y otras tantas razones. La verdad, estas no son de gran fuerza argumental, es que el real fundamento es de origen político que discute sobre el lugar del Islam en la sociedad moderna, la condición de la mujer, la laicidad. Esto causa molestias porque la práctica a ultranza de esas creencias islámicas está causando muertos y hay claro temor de que esta nueva “cultura” acabé o socave la Occidental: democrática y laica. Un problema de grueso calibre por resolver, que no es sólo de una época estival, es en efecto el de la clara confrontación de dos estilos antagónicos de civilización que ahora tratan de coexistir en un esquema multicultural de cuasi imposible cohabitación. Se ha venido aplicando la regla, al menos en Francia, de que predomine lo laico; en nombre de ello se prohibió el dichoso burkini, así como anteriormente lo fue el uso ostensible de símbolos religiosos en las instituciones públicas (no sólo los islámicos; la kippa y la cruz igualmente), confinando estas creencias y sus manifestaciones al espacio privado, allí donde no estorbe ni contradiga la laicidad. Que es una restricción a la libertad. Claro que lo es, y en virtud de lo que anteriormente exponíamos. Difícilmente Occidente abandonará su progreso filosófico y democrático para someterse al terrorismo material y/o ideológico islamista. Lo que actualmente observamos es la reacción a tal resquemor, a tal evidencia que trata de imponerse. Es claramente un choque de civilizaciones. Tal vez el método prohibitorio haya sido precipitado, tal vez no se haya discutido ampliamente, tal vez no se haya procedido con la debida cabeza fría, tal vez, tal vez; pero lo cierto es que Occidente se niega –y ojalá así firme permanezca– a entregarse al actual medioevo musulmán. Dejar que una gran civilización, la Occidental, no obstante sus muchos defectos, sea absorbida o permeada por otra que aún no ha superado la hecatombe religiosa, sería absurdo. Hay pues que seguir el análisis, la búsqueda del método pedagógico, del consenso, sin tirar la toalla y sin alterar los espíritus. Ardua tarea que también consiste en impedir que la mujer musulmana sea zarandeada de la burka al burkini en nombre de dogmatismos arcaicos. La libertad, inherente a la democracia, no puede ser mancillada ni sometida por sofismas que alientan causas que luchan contra ella; estas causas pueden suprimirse, modificarse o enmendarse para preservarla porque la libertad es la máxima expresión de la dignidad humana. __ PD. A colación el acertado libro de Michel Houellebecq “Sumisión” sobre la cuestión islámica y sus consecuencias, que aunque ficción es asaz premonitorio, de él hemos dado parte en esta columna.
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