Hace dos décadas entrevisté a un muchacho en la cárcel Bellavista (en Bello Antioquia) de Medellín, protegido por cinco guardianes que miraban sus movimientos, a sabiendas de que se trataba de un asesino sin piedad: había matado con sus propias manos a 19 personas.
Hablaba orgulloso de su condición, se burlaba del último minuto de sus víctimas, hacía alarde de su poder para postrarlos antes de propinarles la última cuchillada. Y mostraba sus manos rudas y las uñas largas para decir enseguida que no necesitaba revólveres ni granadas para cumplir sus propósitos.
Meses después se desató una oleada de crímenes, donde los responsables venían siendo adolescentes, todos menores de edad, porque la ley colombiana los trataba con indulgencia. Iban a parar a una correccional, donde se hacían asesinos “profesionales”. Otros fueron a parar a hogares de Bienestar Familiar. Las cárceles están repletas de muchachos asesinos, criminales peligrosos.
No conozco las estadísticas de hoy sobre los niños y jóvenes delincuentes, pero se sabe que son carne de cañón de mafiosos y asesinos, por su intrepidez. Les inyectan ambición y un poco de droga, para hacerlos creer invencibles.
Sobre este tema, los niños delincuentes, es un nuevo libro de Roberto Saviano, que estremeció al mundo con “Gomorra”, un éxito y una condena para el autor, según relata Daniel Verdú, en crónica-entrevista que publica El País de Madrid.
“Queda de aquello algo de remordimientos, aislamiento, una escolta de cinco ‘carabinieri’ y una legión de ‘haters’. Pero Roberto Saviano hizo de la palabra su única venganza. Hoy el autor de ‘Gomorra’, el libro que cambió la imagen de la mafia napolitana, es también guionista, productor, comentarista televisivo y columnista”.
La banda de los niños (Anagrama), su nuevo y potente artefacto creativo –dice Verdú- se centra en la delincuencia juvenil del centro de Nápoles y en el cambio de paradigma respecto a las viejas familias.
¿Cómo se puede hablar del mundo, escribir sobre lo que sucede en la calle, estando recluido con escolta las 24 horas del día?
-Es verdad, contesta Saviano. Esta novela la he construido yendo a juicios, escuchando conversaciones interceptadas, leía investigaciones y entrevistaba a los supervivientes de estas bandas en la cárcel. La primera escena de humillación, por ejemplo, me la contó un policía. Hoy solo puedo estar en la calle con los míos [señala a los cinco escoltas que hacen guardia en el parque]. Ya no puedo ser invisible, y eso lo he perdido. Pero también tengo mucho más acceso al material judicial.
Y cómo son los juicios de estos chicos que describe.
¿Hay algún momento en el que se arrepienten o se derrumban?
No. Algunos incluso aplauden al oír una condena de 25 años. Como diciendo, “¡a quién le importa, tengo 16 años y saldré con 26!”. Están orgullosos de entrar en la cárcel. En otra investigación a la que tuve acceso, le preguntan a un chico: “Qué quieres hacer de mayor”. Y él responde: “No lo he pensado nunca, igualmente moriré”.
¿Estamos hablando de Europa? Parece una frase de un miliciano de la yihad.
Los chicos de Scampia empiezan a peinarse como los protagonistas de Gomorra; las casas de los capos donde ha entrado la policía últimamente se parecen mucho a la de Pietro Savastano, el jefe camorrista de su serie…
¿Le preocupa que todo el universo que ha creado empiece a convertirse en un referente para delincuentes?
Es que ya lo es. Los camorristas usan las mismas palabras que mis personajes, y son conscientes de ello. Pero no escribir sobre estos temas no evitará que sigan con lo que hacen. Si no tienen Gomorra, tendrán Scarface o El Padrino. Son criminales que ven en estas historias su propia representación. En mi pueblo, Walter Schiavone se hizo una casa idéntica a la de Tony Montana [protagonista de Scarface]. Le dio el vídeo al arquitecto para que la reprodujese… Sin embargo, lo extraño es que en Nápoles ahora han abierto una oficina antidifamación y denuncian a quienes consideran que hablan mal de Nápoles.
La banda de los niños
Lun, 28/08/2017 - 17:10
Hace dos décadas entrevisté a un muchacho en la cárcel Bellavista (en Bello Antioquia) de Medellín, protegido por cinco guardianes que miraban sus movimientos, a sabiendas de que se trataba de un