¿La contrarrevolución por decreto?

Jue, 27/06/2013 - 01:06
Difícil creer que las pretensiones de las FARC en La Habana sean serias o que respondan a un sincero interés por mejorar la vida de los colombianos de
Difícil creer que las pretensiones de las FARC en La Habana sean serias o que respondan a un sincero interés por mejorar la vida de los colombianos de a pie, o que la guerrilla esté preocupada por la suerte de los pobres del campo, de los desplazados o de los desempleados urbanos. Es probable que les quede algo de sensibilidad histórica porque no pueden haber empecatado totalmente sus ilusiones románticas o sueños de buscar un mundo mejor que los inspiró en las décadas de los sesentas, los setentas y aún en los ochentas antes de decidirse por la combinación de todas las formas de sufragar la guerra y de optar por no deslindarse de las prácticas terroristas. Propuestas como refundar la patria, fundar un verdadero estado de derecho, proponer una constituyente como nuevo contrato social, cambiar el modelo económico o político, desmontar la doctrina militar y recomponer la conformación del Congreso deja ver o que están embebidos por los efectos de creerse el cuento del estatus de beligerancia o que están metiendo los terrones. Abolir el presidencialismo, reemplazar la Cámara de Representantes por una territorial y crear otra rama llamada poder popular son ideas que empañan el camino de un acuerdo de paz porque significa ni más ni menos que pretender hacer la revolución por decreto. Una revolución que pretende imponerse por una minoría a cambio de las armas, por lo que se ha dado en llamar también revolución por contrato. Con semejantes balandronadas que parecen sacadas de los anaqueles santofimistas o de las innovaciones de Maduro lo que los alzados en armas logran es poner petardos al proceso de paz porque surten de argumentos a quienes no creen que las FARC tienen voluntad para terminar el conflicto armado. Lo que los colombianos esperan es que si en algún momento se les antoja refundar la patria o hacer una revolución social, económica o política puedan hacerlo tranquilamente en pleno y libre ejercicio democrático y que sus ideales o sus reivindicaciones no estén mediadas por presiones armadas ni por sustitutos aventureros. Quieren tener la oportunidad de conquistar democracia y pelear por la equidad social sin que los maten desde ninguno de los bandos armados, cualquiera que sea su pretexto. Los colombianos quieren reformas profundas, quieren cambiar costumbres políticas, quieren conquistar libertades y construir un futuro mejor, pero no le han entregado esa personería ni esa vocería a los grupos armados. Estos utilizan las necesidades sentidas de las masas y las aspiraciones legítimas de los excluidos en beneficio de sus intereses, que por lo menos hace unas tres décadas han dejado claro que no responden a las aspiraciones máximas de la ciudadanía, de la sociedad civil y de la población víctima de las violencias. No se deben equivocar ni los señores de las FARC ni los negociadores del Gobierno. En la Habana lo que hay que negociar es la forma en que los guerrilleros deponen las armas y la manera como el Gobierno les garantiza la participación y el ejercicio político. La mayoría de los colombianos no quiere que las FARC trancen su futuro, quiere que dejen las armas para que no se le atraviesen en su construcción de futuro. Y nuevamente los alzados en armas dejan ver que su interés principal no es la tranquilidad de los ciudadanos. Ponerle palos en la rueda a los acuerdos, sacar de la manga peticiones inaceptables y fungir como los comprometidos con el desarrollo de los colombianos sin oportunidades lo único que logra es dar la razón a los enemigos de la paz. A los agazapados, a los frenteros y a los que le apuestan al fracaso del gobierno del presidente Juan Manuel Santos, aún a costa del descalabro del proceso de paz. Por eso no es de extrañar que ante la intención de las FARC de generar un ambiente en el que pretenden imponer una revolución por decreto, desde la otra orilla se exacerben los ánimos y en arranques retaliatorios y de búsqueda de aferramientos conservadores se esté pensando en hacer lo propio con una especie de contrarrevolución por decreto. Las sanciones al exalcalde de Medellín, Alonso Salazar, la apertura de pliego de cargos al alcalde de Bogotá Gustavo Petro y las runruneadas investigaciones al gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, no ocultan la clara intención de la ultraderecha de atajar los procesos de cambio democrático que se han producido, con todo y defectos, en algunos sectores donde las elites tradicionales han perdido el control centenario del poder. Estas intentonas desde los alzados en armas y desde los sectores de la ultraderecha evidencian que Colombia es un país seriamente enfermo de antidemocracia. Cada bando radical quiere imponer sus ideas a los tiestazos y busca siempre la forma de llevarse por delante el querer de las mayorías. Y ante eso no queda más remedio que cerrar filas en torno a gobierno del presidente Santos, que mal que bien se ha propuesto, también con defectos en la confusión de roles entre guerrilla y sociedad civil, entre pacto del cese al fuego y pacto social, poner a este país en un escenario sin conflicto armado. Hoy, demócrata que se respete debe apoyar a Santos. El cese al fuego bien vale la pena para que el árbol de las mezquindades y cortoplacismos no impida ver el verde bosque de la paz. El Partido Verde y los demócratas que no votaron por Santos porque su agenda era contraria a la que hoy impulsa el presidente no pueden ser enanos frente a esta coyuntura. Ya no hay tiempo de candidaturas terceristas. Las contradicciones verdes no permitieron un candidato que se luciera con sus fortalezas para jugar en el posconflicto y más bien incluso los tienen en riesgo de no alcanzar el umbral. Peor sí se ponen a hacer experimentos extemporáneos. La candidatura verde ya no fue. Ahora debe ser el principal partido en apoyar la paz y en dar lo mejor de sí para el posconflicto. El partido Verde tiene con qué en materia prima pero debe poner en juego en pleno algo que le sobra: materia gris. Es hora de que los Verdes asuman su rol histórico. Hay que apostarle a la reelección de Santos para salvar el proceso de paz, aún contra las pretensiones exhibicionistas de las FARC, o contra las aspiraciones retardatarias de la ultraderecha empotrada en la Procuraduría que hoy se cierne como una espada de Damocles sobre cualquier intento democrático y reformista. Hoy los Verdes no tienen otra salida desde su espíritu democrático y su supervivencia como Partido, que apoyar a Santos para apoyar la paz y aportar en la construcción de democracia en el posconflicto. Lo intuyen dirigentes como Lucho Garzón y Alfonso Prada pero les falta liderarlo sin ambages como política de Partido. Y en estas mismas circunstancias no queda otro camino que defender a Petro, como conquista democrática. No es perfecto y la cruzada de la revocatoria debería servirle como amonestación, pero la destitución inspirada en la ultraderecha no puede ser ignorada por los verdes. El partido verde no puede permitir que se abra paso la guillotina retardataria. Además, en medio del antagonismo con  quienes le apuestan al fracaso de las negociaciones de paz, Petro terminará  siendo un aliado fundamental. Escenario que no debe descartar una constituyente responsable y sostenible. No la que quieren las FARC como contrato. Y menos la que promueve el uribismo como revancha. Una constituyente que facilite el aterrizaje de los guerreros pero comandado por los pacíficos. Ahí sí todos unidos en un frente único por la paz. Y así el Partido Verde puede pertenecer dignamente a un gobierno de coalición por la paz.
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