Las repercusiones de la guerra urbana

Mié, 03/12/2014 - 17:40
Esta semana que pasó tuve dos conversaciones que me dejaron pensando: una sobre la movilidad en Bogotá, tema del que hablamos frecuentemente los bogotanos, y la otra sobre la experiencia de una madr
Esta semana que pasó tuve dos conversaciones que me dejaron pensando: una sobre la movilidad en Bogotá, tema del que hablamos frecuentemente los bogotanos, y la otra sobre la experiencia de una madre soltera en Suiza. Aunque los dos temas no se relacionan de manera evidente, lo que termina uniéndolos en mi cabeza son las condiciones en las que vivimos en Colombia, particularmente los bogotanos. Siempre he sido una abanderada de Bogotá. Mis raíces son caribeñas y vallunas, pero nací y crecí en esta capital, lo que para mis familiares automáticamente me convirtió en cachaca. He residido aquí buena parte de mi vida, aunque por cosas del destino he tenido la oportunidad de vivir en otras ciudades fuera de Colombia, pero después de cada experiencia siempre he querido regresar. Sin embargo, últimamente he considerado seriamente la posibilidad de radicarme en otro sitio, sobre todo desde el nacimiento de mi hija, porque lo cierto es que Bogotá no es un buen lugar para vivir, y mucho menos para crecer. Esta reflexión me remite a una de las conversaciones que tuve la semana pasada y que se refiere la movilidad. Bogotá, como casi todas las grandes urbes del mundo, cuenta con problemas de tráfico y de movilidad. Las dos cosas no son lo mismo, el tráfico es un problema común a todas las ciudades, con pocas alternativas de solución, mientras que el apuro de la movilidad se resuelve proveyendo de buenos sistemas de transporte a sus ciudadanos. Aún así, hasta con buen transporte los largos desplazamientos y los trancones son habituales en casi todas las grandes metrópolis. Lo que hace excepcionalmente diferente y triste a Bogotá, es la guerra en que implica movilizarse. Cuando hablo de guerra no me refiero a la dificultad que conlleva desplazarse en Bogotá, sino literalmente a la violencia a la que debemos someternos para lograr llegar de un lugar a otro. Salir a la calle casi significa armarse y batallar. Todos los días, sin excepción y sin importar el medio de transporte escogido (ya sea en bus normal o articulado, carro, taxi, bicicleta o caminando) toca protegerse de insultos, atracos, manoseos, empujones y hasta de perder la vida en el intento. Utilizando la casuística, la semana pasada conocí dos casos muy desafortunados: el sobrino de 19 años de Julio, un señor que trabaja hace varios años con una buena amiga, fue empujado de una estación de Transmilenio y arrollado por un bus; y a Yasmín, una señora que trabaja conmigo hace ya más de una década y que sufre de diabetes, le robaron el glucómetro que requiere para medirse los niveles de azúcar y mantenerse sana. Concluyo que es más fácil vivir en la selva, pues los animales claramente son  más “sensatos” que nosotros. En ciudades donde las personas se comportan racionalmente, los desplazamientos largos se aprovechan para pensar, leer, escuchar música, trabajar, ejercitarse, y dormir, entre otros. Este pensamiento me remite a la otra conversación que mencioné al principio. ¿Qué podemos esperar del comportamiento de una sociedad que debe preparase para salir a esta guerra todos los días, que luego llega a casa agredida, ultrajada y en el mejor de los casos, absolutamente agotada? La consecuencia obvia es que la casa termina convirtiéndose en otro campo de batalla, los niños maltratados ya sea directamente o por omisión, las parejas abusadas y la familias desbaratadas, y se entra en un círculo vicioso difícil de romper. Es increíble lo sencillo que es, pero para ser felices y convertirse en buenas personas, los niños sólo necesitan un hogar donde los quieran y los cuiden, de tal forma que puedan crecer saludables física y emocionalmente. En condiciones como las que vivimos los bogotanos, es muy difícil mantener la calma, transmitir afecto y felicidad, y entre más adversa la situación personal de cada habitante, peor la repercusión sobre nuestra infancia. En Suiza las ciudades son absolutamente amigables, la gente no tiene necesidad de armarse ni de batallar para llegar a su trabajo o simplemente salir a pasear.  Entre más difícil la situación de un ciudadano, el Estado se asegura de brindarle la protección, el cuidado y un entorno afectuoso para que los niños que nacen en medios adversos, desde pequeños cuenten con todas las posibilidades para salir de ellos. En el caso de las madres solteras, por ejemplo, además de garantizarles la adecuada atención de sus niños y brindarles un auxilio económico para su sostenimiento, les proporcionan un lugar apropiado para vivir, en compañía de una familia que las acoge y que cuenta con experiencia en temas de crianza. Esta conducta de las urbes suizas me la contaron esta semana, pero hay muchas más ciudades en otros países que entienden que asegurar unas condiciones de vida dignas para su gente es la clave del éxito económico y social. La calidad de vida en Bogotá es cada día peor y tiene consecuencias muy negativas sobre el bienestar de nuestros niños, quienes además en este país están lejos de ser atendidos de manera adecuada. Y mientras tanto, yo seguiré resistiéndome a irme, esperando que la decisión de quedarme no tenga repercusiones irreversibles sobre mi hija y mi familia.
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