Las uniones homosexuales: el apartheid colombiano

Dom, 28/04/2013 - 01:14
“El opositor al matrimonio homosexual no libra batalla por promover una reivindicación,

El opositor al matrimonio homosexual no libra batalla por promover una reivindicación, sino por impedir que otros accedan a su mismo derecho. Definición misma de intolerancia” Le Nouvel Observateur - Francia

Curioso ver a muchos de los que exhiben sus felicidades en público, sus alegrías del tanto disfrute de días en pareja, y que explayan, a guisa de testimonio, fotos, comentarios y nimios detalles en reuniones y redes sociales, como constancia de las grandes dichas que les producen sus vidas maritales unidas por un vínculo matrimonial; es extraño ver que esos mismos exhibicionistas de sus contentos se convierten en avezados censores cuando de ampliar a otros esa felicidad se trata; parecen creer en este bienestar como algo que les pertenece monopólicamente, que no se comparte, que no debe ser de acceso a otros que no ostenten estrictamente sus mismas características, esas que ellos tildan de “normales”; en el caso que queremos ilustrar que no haya pertenencia a la comunidad homosexual. Un combate contra el derecho de los otros.

Como si la vida fuese un caudal plano, uniforme, sin meandros ni diferencias, por cuya aburrida homogeneidad se pasearían sus pretendidas “normalidades” que propenden y justifican como un dictado de moral –así esta no esté presente en todos sus humanos actos–. Esa ética no les prescribe equidad, ni justicia con los demás sino obediencia irrestricta a principios aprendidos, poco reflexionados o autocriticados, y sobre todo ciego acatamiento a una entelequia dogmática que provee el sentido de sus existencias; esto lo saben o sospechan, pero fingen ignorarlo para que sus exiguas “filosofías” no se desmoronen y el sinsentido existencial se les instale.

Ya lo hemos entendido, estas personas son en su mayoría gente de bien, bienintencionada y, claro, directamente influenciadas por una religión, en nuestro caso geográfico y cultural la que emana de la cosa judeo-cristiana. Otros sujetos, creería uno y estos lo afirmarían, no están en apariencia ligados con alguna institución religiosa, y en efecto así lo es de manera directa, pero su derrotero “moral” sí está marcado por el sino educacional, social, cultural y hereditario que determina sus quehaceres y mentalidades; para el caso vienen siendo lo mismo que los primeros. Es decir, los primeros activistas y los segundos seguidores pasivos de la misma idea y comportamiento. Común denominador: son teístas creyentes y ceñidos a los dictámenes que les han enseñado y transmitido directa o indirectamente ora el clero católico, ora los pastores de sectas cristianas.

Las iglesias de garaje proliferan por miríadas atomizadas en pequeños o en amplísimos y lucrativos establecimientos; todas subvencionadas por diezmos “voluntarios” de los incautos feligreses, pero algunos, los más astutos, con ayudas del extranjero, particularmente con las generosas estadounidenses que contribuyen con predicadores, capacitación, material evangelizador, y dinero. Estas sectas (el calificativo les molesta, se sienten subestimados), son más vehementes, más recalcitrantes que la iglesia católica; la razón principal: están lideradas por pastores de escasa preparación, poco nivel educativo, como no sea el emanado de la lectura exclusiva y compulsiva de su libro, la biblia, ese que ponen por encima de las leyes, de la constitución, del amor, de los humanos y de los estados. Pero, no se preste a yerro, los pastores de mayor adiestramiento no son tampoco mejores consejeros para la sociedad, lo que los diferencia es un mejor léxico, menos faltas gramaticales en su hablar o escribir, y un alto nivel de “elaborado” sofisma que los hace “inteligentes” y dignos ante los ojos de sus seguidores. Dedican, los unos y los otros, triste y fanáticamente sus días a preparar sermones, dar consejerías sobre lo humano y lo divino –sicólogos baratos–, a hacer proselitismo político, y a emplazar edictos condenatorios a todo aquello, que a su parecer, se aparta de su sagrado y único libro. Ellos, y solo ellos, saben interpretarlo y guiar a los demás para un “correcto entendimiento”; son los embajadores y garantes en tierra de la entelequia divina que, afirman, los ilumina.

Y uno se pregunta inocentemente, sin lograr respuesta ni propia ni ajena: ¿con todo lo que la humanidad tiene por corregir, por progresar, por armonizar no podrían interesarse estos señores (porque mujeres no hay, estas ocupan oficios secundarios; la dirigencia es cosa de varones) en temas y labores más productivos, dentro de la inmensa variedad de necesidades que nos asola? Y mira que se las arreglan para considerar útil y fundamental el meterse a reglamentar el “catre” de los demás.... En esas estamos con estos señores que hacen más notorias sus censuras y anatemas, por estos tiempos en que se discute sobre el matrimonio igualitario.

Desean estos señores que una franja de la población permanezca al margen de los derechos que les corresponden como ciudadanos, desean instalar un apartheid que confine la comunidad homosexual a silencios, a la negación de su erotismo y a la inexpresión y práctica de sus deseos carnales (esos que con desprecio tildan de innaturales, pecaminosos, perversos y hasta excrementales). Se han lanzado en una primaria y lamentable campaña estos fundamentalistas religiosos desenvainando sus biblias –el supremo recurso, según su entender– y proclamándose adalides de moralidades añejas, al tiempo que guardianes de la inequidad. Intentan, y en buena medida lo logran, usar sus espadas bíblicas como substituto de la Constitución que nos gobierna.

No deja de ser curioso, por emplear un eufemismo, que las sectas cristianas, desposeídas de derechos antes de la Constitución del 91, ahora se conviertan en abusadoras de otras minorías; el círculo de opresión en marcha: conquistar libertad y derechos para luego maltratar a otros. Pensar que hace no mucho tiempo nuestra sociedad, impregnada de pacatería y religión, decía con relación a los derechos civiles de las mujeres: una mujer con voto, trabajando y fuera del hogar era la debacle de la familia y del orden establecido, asimismo lo fue para el esclavo y el negro. Los miedos y los fantasmas continúan, las argumentaciones tristemente las mismas.

Poco tiempo hace el copapa, Benedicto XVI, sabionda e infaliblemente promulgó: ”El matrimonio homosexual amenaza el futuro de la humanidad”, sin siquiera proponer como causales a los severos efectos de la guerra, al hambre, a la desigualdad y a otros tantas. Luchas estériles, y no menos equivocadas, que urden, tal vez, para eludir el análisis de las reales procedencias del abatimiento moral de la humanidad.

Para que nada faltara a la fiesta de la desigualdad, los “honorables” congresistas se libraron a cálculos electoreros, esos con los que manejan su arsenal de votos; alguno de ellos, el más “honorable” y vitalicio de esa ralea, se permitió explicar, con desprecio y orgullo, que legisla para el 80% de los colombianos, en este caso para quienes son heterosexuales. ¿Se dará cuenta que tan discriminatoria afirmación socava las minorías: los discapacitados, los afrodescendientes, los indígenas, los ancianos, los extranjeros, los partidos políticos que no están en el poder, las sectas cristianas, etc, y que como triste corolario, resquebraja la democracia? Una democracia real se distingue por un gobierno de la mayoría, pero por la protección de los derechos de las minorías. Nada cambiará en nuestro país si el congreso no es ampliamente renovado con un espíritu ideológico más amplio, menos influenciado por la religión, más acorde con las necesidades del mundo actual y menos calculador de votos en detrimento de una legislación moderna y equitativa.

Basta. Ya es hora de que consolidemos una sociedad más humana, menos politiquera (ie. oportunistas como Roy Barreras que vergonzosamente hace pactos con sectas cristianas para asegurar sus votos, o el camandulero Procurador que ya se ve presidente del país junto a la godarria irreflexiva), menos dirigida por mandatos de un supuesto más allá, –con respeto de quienes deseen creer en ello–, menos apegada a acomodaticias “leyes naturales”, y sobre todo con el establecimiento de un verdadero estado laico, no confesional como es el mandato de nuestra Constitución. Basta, el medioevo se terminó, este no volverá, a pesar de los ingentes y bizantinos esfuerzos de los albergadores de nostalgias arcaicas.

Justicia con la comunidad homosexual se hará más temprano que tarde, así las primeras batallas sean de pérdida aparente; no se somete una minoría legal por siempre con soterrados pretextos religiosos. De este yugo ya numerosos países se han redimido, Colombia sigue en deuda. Hasta el feroz apartheid racial en Sudáfrica, que duró más de lo imaginable, cayó.

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PD. Circula por internet un corto, simpático y significativo texto: “Las 10 razones para que Latinoamérica se oponga al matrimonio gay”; no deje de consultarlo, amigo lector.

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