Tres ejemplares de Cocodrylus niloticus, en compañía de sus hembras, arribaron a Colombia, en el año 2000, provenientes de Europa. Deslumbraron con sus escamas a la alta sociedad cundinamarquesa, la utilizaron a su antojo y se perdieron tan de repente como aparecieron. Los invitados frecuentes a los salones de Cactus y Palmera –así se llaman los nidos que armaron– no solo quedaron alucinados, sino que perdieron la memoria, tal vez por el impacto de haber caído otra vez en la trampa de su propio arribismo. Ahora ninguno descresta con los favores recibidos del trío de millionneirs, ni menciona uno solo de los nombres, ni recuerda haberlos conocido. C´est la vie, que se preparen tantos compatriotas famosos (dudosos) a cuyos llamados acuden prestos tantos importantes; con la sonrisa ensayada y el puñal agazapado. Las relaciones sociales, las que suelen salir registradas en los medios, son así: de dientes para afuera. Hipócritas.
Es menester precisar que de estos cocodrilos del Nilo (Cocodrylus niloticus), a los que me refiero, los hay reales y farsantes. Los reales son los que habitan en África, especialmente en el cauce y las riberas del río Nilo, son estudiados por los egiptólogos, miden seis metros y pesan una tonelada. Gracias a su camuflaje que les asemeja a troncos flotantes, se acercan suavemente a sus presas sin originar la más mínima turbulencia en el agua y la atacan por sorpresa. Los farsantes, al menos los del caso que nos ocupa, son los que veranean en las afueras de Nilo, Cundinamarca –pueblo situado en el Alto Magdalena, en límites con el Tolima–, en mansiones que hacen recordar las que dominaban el paisaje de los antiguos protectorados franceses y dominaban, también, los bienes y el diario vivir de los protegidos. En lugar de camuflarse, se pavonean frente a sus presas y las hipnotizan con la ostentación propia de los nuevos ricos. El brillo tuvo esclavos en las riberas del río Sumapaz.
El solo hecho de que los cocodrilos de la historia hablaran francés y se apellidaran Gaubert, Takiedinne y Couzi, y estuvieran casados, uno de ellos, Gaubert, el de Cactus, con Helen Karageorgevich, princesa real de Yugoeslavia, no de Cartagena -¡irresistible para la hight del trópico!- y otro, Couzi, administrador de Cactus y dueño de Palmera, con Astrid Betancourt –hermana de Íngrid e hija de Yolanda e intrigante y trepadora como ambas–, fue suficiente carta de presentación para que se les abrieran de par en par las puertas de Nilo, de Cundinamarca, de Bogotá, de Colombia. Delirios de grandeza o complejos del subdesarrollo, no sé. Cuál de los dos, peor respuesta.
Pero lo más raro de este libreto que encajaría perfecto en los estudios de Hollywood, es el que nadie –ni siquiera las autoridades- se preguntara qué se les había perdido a estos tres en Colombia, de dónde provenía todo el dinero que derrochaban, quién los había guiado hasta ese rincón, cuáles eran las grandes inversiones de las que se ufanaban. O, tal vez, no se lo preguntaban por conveniencia, mientras usufructuaban tan sofisticada amistad. Mejor dicho, si no hubiera sido por el escándalo de tráfico de armas y corrupción que estalló en Francia y tiene en la mira al presidente Sarkozy, Gaubert –el de administraciones de fondos misteriosos–, Takkiedine –el intermediario en la venta del armamento francés a Pakistán y Arabia cuando Sarkozy era ministro del entonces presidente Mitterrand, a comienzos de la década de los noventa, y el amigo de Gadafi que se ofreció a conseguir la liberación de Íngrid en 45 días– y Couzi –a quien su exesposa acusó de libertino y quien, al parecer, es el único que no ha salido de huida–, serían los faraones del Nilo de nosotros: Keops, Kefren y Micerino. Y Helen, Cleopatra. Y Astrid, el áspid. Y…, se echarían de menos los papiros.
Qué vergüenza, en todo caso, que fuera desde el exterior que nos hubieran tenido que mostrar cuán idiotas fuimos creyéndonos privilegiados por cuenta de que unos reyes Midas nos hubieran honrado con su presencia. Y quienes, según declaran hoy día ante las autoridades sus exesposas –tontarronas o vividoras las tres- y sus íntimos –cómplices o aprovechados-, no despertaban la menor sospecha. Total, esas vidas de lujos y excesos que llevaban, es lo normal en las riberas del río Sumapaz, ¿cierto?
Así hubieran seguido, reinando en las colonias de ultramar, si Le Nouvel Observateur, primero, y Mediapart, después, no hubieran tirado de la manta a raíz del atentado en el que murieron 18 franceses en Karachi (2002) en un episodio doloroso que pudo haber sido puntual. Pero no. Los hilos conducen a un tinglado de corrupción que salpica campañas políticas de la derecha francesa, el palacio del Eliseo y el Nilo de Cundinamarca. Y deja mal parados a los lagarticos del zoo criadero nacional, los cuales casi siempre retozan en las orillas de las corrientes políticas o de sociedad. Varios de ellos se ocupan hoy en arrancarse una por una las tunas que se enterraron. El que a mal Cactus se arrima… C´est magnifique.