Nadie nos prepara para las dos tareas más arduas y recurrentes de la existencia: producir dinero y levantar y formar seres humanos. Si bien la necesidad de subsistir nos conduce a buscar el éxito o la estabilidad económica, no todos logramos triunfar, pero de un modo u otro nos la arreglamos, y lo que falte lo padecemos casi siempre en carne propia.
En cambio, ser padres, ser ejemplo, y guía de nuestros niños es algo que siempre nos toma por sorpresa.
Cuando nació mi primer hijo tuve dos impactantes revelaciones: la primera es que si eso era el amor, entonces yo, realmente nunca había amado a nadie… Porque en cuanto vi ese cuerpecito deslizarse desde las entrañas de su madre hasta que me dejaron asirlo, me invadió una explosión de júbilo interior que hasta ese día jamás experimenté. Fue un estallar de toda mi afectividad. Lloré inconteniblemente de alegría por primera vez, y cuando empecé a salir de ese trance de dicha, me di cuenta que estaba de hinojos dándole gracias al universo por el milagro de amor que se había iniciado con experimentar la paternidad por primera vez.
La segunda revelación fue valorar la dimensión incalculable del amor de mis padres por mí. Pues hasta ese día, aunque creía quererlos, veía a mis viejos con cierto irresponsable desdén. Los entendía como mis proveedores y “solucionadores” obligados. Por eso cuando me invadió la paternidad y dimensioné el amor de padre, supe enseguida que no había amado suficiente a mi madre y que todas mis irreverencias con mi papá habían sido una gran canallada juvenil. De modo que al descubrir el verdadero amor, que es el que se siente por los hijos, eclosionó mi emocionalidad y redefiní por completo la noción que supone ese mar de sentimientos que se conjugan en el verbo amar. Con la llegada de mis hijos aprendí a adorar a mis padres como nunca antes.
Luego vino la improvisación de la crianza, y con el mayor esmero fui papá de cambiar cientos de pañales, de trasnochos y teteros bien hechos; de bañarlos y mecerlos hasta dormirlos; de sacar gases primero, y pasearlos en “Canguro” después. Sí, fui papá de largos desvelos en las gripas y malestares que nunca faltaron. Papá de juegos, de poner la cara sería, y de amarlos sin contención. Por eso, si rindiera cuentas ante Dios y me preguntara “¿qué fue lo que mejor hiciste?” Respondería: “No sé. Pero lo que mejor traté de hacer fue ser padre”…Y sería verdad.
Pero después de ese idilio, hasta poco más de los 3 años, llega la edad del colegio, y escogemos un plantel. Y muy rápido entendemos, que el colegio con su medio ambiente va volviéndose tan importante -o más importante- que nosotros mismos para los muchachos, pues desarrollan un gran afecto por sus “tribus” que van desplazando esa prioridad que es uno, en sus necesidades de seguridad y protección.
Cada etapa de la vida de los hijos tiene complejidades, y en cada una los padres esperamos encontrar en los colegios y profesores, un apoyo y una guía. Sin embargo, no siempre, y más bien pocas veces, los tutores de nuestros hijos tienen claro que ese papel delegado de “formadores” requiere de sus mayores talentos para individualizar las necesidades de esos seres, que son, para cada familia, la razón de la existencia.
Porque hablo con mis hijos y somos amigos, tengo claro cuanto es frecuente que los profesores desarrollen antipatías puntuales hacia ciertos muchachos y les discriminen encausando malquerencias que la mayoría de las veces se originan en la psique del maestro y en su pereza para “remontar” el reto de encausar jóvenes, cuya rebeldía casi siempre contiene un mensaje de auxilio.
Reiteradamente los maestros llevan hasta las máximas jerarquías, problemas que con pedagogía y paciencia pudieron haberse solventado, pero con gran facilismo proponen al colegio la necesidad de expulsar al alumno. Es entonces cuando ese “tratado de fe” entre los padres y el colegio, se disloca, pues ese alma mater que asociamos a nuestra vida para que mancomunadamente con el hogar alimente y críe nuestros hijos, por un destello de rigor, por un rictus disciplinario, opta por prescindir de una personita sobre cuyo carácter y problemas es autor gracias a una innegable simbiosis formativa con el hogar y los padres.
Cada vez que pienso en el país, cada vez que leo en las redes sociales la indignación ciudadana ante ciertas reprobables conductas colectivas, pienso en mis hijos y en su mañana, pienso en sus compañeros y amigos, en su entorno, y en cuanto necesitamos del buen juicio y tino de sus maestros escolares para pulir y estimular sus potencias y valores, sus talentos y fundamento moral. Cuando oigo a mis hijos comentar que cierta profesora odia a tal compañero, o que cierto instructor “se la montó” injustamente al otro amigo. Cuando me comentan que un muchacho lo echaron del colegio injustamente, no puedo evitar pensar en el daño inmenso y la irresponsabilidad incalculable que quizá esté cometiendo un educador claudicante que prefirió acomodarse a la facilidad de su dureza en vez de explorar el cauce motivacional de ese jovencito o niña que llamaba su atención pidiendo ayuda…
Cuando un alumno falla o incumple, cuando le cuesta aprender, cuando se desconcentra o desentiende de la clase, cuando una chica o un joven se vuelven un problema para el grupo, su conducta grita una deficiencia de sus profesores, pues un alumno desmotivado califica con su desaliento, la inteligencia emocional fallida y el talento ineficaz de su maestro para enseñarle.
El mejor maestro será aquel a quien le cause angustia el fracaso de sus estudiantes y jamás renuncie a superar las contingencias de aprendizaje y conducta de esos niños y jóvenes que los padres ponemos en sus manos con gran fe y un cargamento de confianza que no debe ser correspondida con pereza, simplemente, porque ese niño no comprendido, puede ser el adulto mal ejemplo del mañana.
@sergioaraujo
Los hijos, su formación y sus maestros...
Jue, 31/01/2013 - 04:43
Nadie nos prepara para las dos tareas más arduas y recurrentes de la existencia: producir dinero y levantar y formar seres humanos. Si bien la necesidad de subsistir nos conduce a buscar el éxito o