Morir de amor

Publicado por: admin el Dom, 05/05/2013 - 01:05
Crítica a la pieza de teatro “ Morir de amor ” 

Una casa, una vieja casona en el barrio Palermo de Bogotá, un grupo reducido de asistentes ocultos y casi voyeristas
Crítica a la pieza de teatro “ Morir de amor ”  Una casa, una vieja casona en el barrio Palermo de Bogotá, un grupo reducido de asistentes ocultos y casi voyeristas observan desde la penumbra la acción que allí se desarrolla: Morir de amor es el título de la obra. Y el amplio caserón, laberíntico, de habitaciones y recovecos por todas partes, sede de la compañía del director teatral Jorge Hugo Marín, también tiene nombre propio: La maldita vanidad. Al candil de una mortecina lumbre una madre llora su pena frente al ataúd de su hijo recién fallecido; la aflicción se presenta grande e inconsolable después de una noche de vela y lamentaciones. Pronto se advertirá que esa madre adolorida no está sola, la acompañan sus dos hijos, quienes cuando repentinamente aparecen, se manifiestan más atentos al quehacer diario que a la presencia del féretro de su hermano en la sala de la austera morada. La vida allí muestra una faceta de banalidad y rutina que se salpimienta por el malentendimiento de los vástagos con la madre, de quien pronto también se entenderá que es alcohólica, medio enferma y criticada por sus hijos. Una familia de clase media baja en donde el hablar, el acento y las maneras denotan una no muy lejana aclimatación de lo rural a lo urbano de barriada, y en donde la idiosincrasia marcadamente “paisa” da buena parte de sentido a la trama. Por aquel inhospitalario velorio poco a poco comienzan a desfilar amigos de la casa para expresar sus afectos por el difunto, estos que hasta el momento han estado ausentes en esta familia, que aparte de las lamentaciones convencionales de la madre no parecen tener un asidero más profundo. Y es que estos visitantes sí son los verdaderos apegos del muchacho fallecido: novia de juventud, amores platónicos y reales. Y entonces la escena, más bien inexpresiva en ciernes, se va caldeando y transformando, in crescendo, en un drama de verdades nunca dichas, de secretos develados y vetos levantados; un infierno poco tolerable en donde todos –la familia, los visitantes y hasta el finado– reciben dosis de sinceridades e hirientes impertinencias. La obra ha sido escrita por su propio director quien declara que compuso la pieza después de una lectura de los poemas de Fernando Molano, Todas mis cosas en tus bolsillos. De este escritor nacido en Bogotá en 1961 y muerto tempranamente a sus 37 años le sobreviven varias obras: el muy conocido Un beso de Dick, ganadora del premio de la Cámara de Comercio de Medellín de 1992, y Vista desde una acera, novela redescubierta recientemente y de la cual hicimos una reseña en esta columna. Un autor de una gran carga homoerótica que expresa sin tapujos y de manera virulenta. La pieza de teatro que hoy comentamos guarda estas improntas. La religión está muy presente en la pieza y parece ser el único elemento digno de respeto en ese berenjenal en que se convierte el velorio; rezandería que suple la ausencia de comunicación que no saben expresar ni sensata ni cortésmente; y justamente uno de los momentos más relevantes es el rosario que mascullan y en donde todos mecánicamente, y como fruto ancestral irreflexivo, entonan avemarías mántricas que pronto desembocan en ronquidos, cursilería y buen burlesco. Difícilmente el espectador pasará desapercibido que detrás de esta pieza de solo aparente jocosidad costumbrista hay otro objetivo, el verdadero: una reflexión sobre temas tabúes, no hablados ni enunciados al interior de las familias, particularmente en esas en donde reina el machismo y escasean las manifestaciones afectivas por considerarse inútiles o debilidades indeseables. El mutismo como instrumento de resolución de conflictos: lo que ni se dice no existe, creen con desatino. Seguramente el espectador se interrogará, tal fue mi caso, si la trama propuesta parte de lo trágico para llevarla al terreno de lo patético, o si, a contrario, el patetismo diario es convertido en trágico; ambas posiciones, aunque distintas, pueden encajar bien en el objeto dramatúrgico de la pieza, que desde ya recomiendo. Un elenco bien escogido logra interpretar acertadamente y con rigor escénico la idea concebida por su director. Hemos visto en tablas a: Carmenza Cossio, Juanita Cetina, Diego Pelaéz, Daniel Diaza, Andrés Estrada, Erik Joel Rodríguez y Miguel González. Mención especial ha de darse a Juanita Cetina en su magnífica interpretación de Olguita, una chica humilde, medrosa y con dejes rurales: voz baja, hablar entre dientes, sin mirada directa al interlocutor, pudor rayano en la mojigatería, poca articulación, frases imprecisas no comprometedoras, gesticulación y movimientos vacilantes. Y el director, Jorge Hugo Marín, muy certero en esta puesta en escena y dirección de actores, se libra aquí a lo que afecciona: el naturalismo teatral; a él, muy gratamente lo hemos visto posicionarse en la escena colombiana con incursiones también en la internacional. Bravo a todos. --- Teatro “La maldita Vanidad” Carrera 19 # 45 A- 17, barrio Palermo- Bogotá Tel 6055312