Tocaba ser competitivos. Eso era lo primero. Sin esa condición no era serio meternos en la apertura económica a comienzos de los 90, así nos lo mandaran; ni en la firma frenética de Tratados de Libre Comercio, de los últimos años.
Si no teníamos la base para negociar con economías más simétricas con la nuestra, mucho menos con las de potencias mundiales. Pero no; aquí los cerebros que nos gobiernan, caprichosamente enrumbaron al país por ese sendero. No hubo manera de hacerles entender que primero es lo primero.
Y no somos competitivos por lo que todos saben pero no importa. No hemos hecho nada para desarrollar una oferta exportable que con algún asomo de decencia nos permita equilibrar lo que nuestros socios, convertidos en tales en virtud de los TLC firmados, nos venden.
Y no somos competitivos, precisamente, porque desde esos años 90 se nos dijo que paralelo a esa apertura (ahí ya se estaba improvisando), se aplicaría una política de acompañamiento a los sectores productivos, tanto agrícolas como industriales, para adecuar sus aparatos productivos a las exigencias de ese flujo económico internacional. Cosa que hasta la fecha jamás se ha hecho realidad.
Y no somos competitivos, porque, en el caso de la producción del campo, las grandes potencias, que, entre otras cosas, se inventaron los TLC para garantizar la venta de sus grandes excedentes agrícolas, subsidian su producción, con tal de no dejar sin trabajo a su gran número de pobladores que tradicionalmente ha vivido de ello.
Y terminamos de no ser para nada competitivos, cuando quienes han negociado los tratados en representación de los intereses de Colombia no han tenido en cuenta ninguna de estas desventajas para nuestros productores.
Para completar, en muchos casos de los TLC negociados, la demanda de productos presentados como potenciales ya está atendida por economías fuertes y tradicionales en esos tipos de producción. Lo que prácticamente nos deja por fuera de posibilidades, en razón a nuestra incipiente capacidad de oferta exportable.
Sólo ahora, cuando varios sectores de la producción nacional que han entrado en crisis han pedido parar las negociaciones de TLC, el gobierno decide ponerle bolas al asunto. Lo que no quiso hacer, las tantas veces que estudiosos imparciales le advirtieron sobre los riesgos de los términos de estos acuerdos para el aparato productivo del país. De repente y sin ruborizarse con su improvisación de turno, ha dejado saber que va a hacer más énfasis en el fortalecimiento de la industria que en los TLC. Así, de sopetón, el ministro Díaz-Granados no tuvo problema en salir a decir que “como ya están cumplidas las metas en política comercial (¿?), el foco ahora será la política industrial”.
Como a todas luces es algo a lo que se vio obligado, no es aconsejable ilusionarse con los remedios que aplicará. Su incondicionalidad con la fórmula completa del libre mercado para internacionalizar la economía de los países tercermundistas es lo que no permite hacerse ilusiones. Pues, en estricta aplicación a tal fórmula, además de los TLC, continuó abriendo la puerta, con prebendas y garantías, al gran capital, para venir a explotar prácticamente lo que ha querido y como ha querido, sin siquiera considerar su impacto en la sobrevaluación de la tasa de cambio.
Son los empresarios los primeros que deben tener claro lo que realmente se necesita. Al frente suyo tienen la oportunidad de abandonar la costumbre de contentarse con lo que les tiran para sobreaguar. De una vez por todas, deberían meterle el cuerpo al diseño de la política de desarrollo industrial y agrícola que el país demanda. Pero, como suele suceder, en algunos sectores ya asoma el consenso sobre una lista de correctivos de choque. Que tienen mucho de coyunturales, como siempre.
La intervención debería arrancar por la renegociación del componente agrícola de los TLC firmados con las grandes potencias. Primero, porque ellas sí tienen permitido subsidiar a sus grandes aparatos productivos del sector, mientras que nosotros no. En el caso de E.E. U.U, el subsidio que ellos se comprometieron a desmontar fue el de las exportaciones, pero no los de la producción. Estos, por el contrario, después de la firma del TLC, fueron prácticamente duplicados: de US$48 mil millones a más de US$90 mil millones. Lo que significa que el libre mercado comienza después de que ellos protegen (¿?). Segundo, porque la supervivencia de sus productores es a costa de la desaparición de los nuestros. Los que ya corrieron esa suerte y los que aún sobreviven no tienen más salida que claudicar o aventurarse a ir a ‘competir’ en los productos permitidos, con países que ya los proveen con solvencia.
Lo perjudicial de estos manejos obliga a una reflexión: en las decisiones económicas de los responsables del Estado, arranca la crisis de la democracia representativa. ¿Por qué? Porque son tomadas en defensa de los intereses de las multinacionales y de las grandes potencias, en detrimento de la vida de los ciudadanos comunes y corrientes del resto del mundo. Todo un exabrupto: con toda normalidad se trastocó la representatividad. De ahí la inconformidad que viene brotando en distintas latitudes. La misma que va a obligar a que esas decisiones económicas tengan que ser tomadas por vía democrática. Se sigue jugando a no verlo.
Obediencia e improvisación
Lun, 22/07/2013 - 01:05
Tocaba ser competitivos. Eso era lo primero. Sin esa condición no era serio meternos en la apertura económica a comienzos de los 90, así nos lo mandaran; ni en la firma frenética de Tratados de Li