¿¡Otra vez la panza en el tejado!?

Jue, 31/05/2012 - 01:03
El lunes, cuando vi el primer capítulo de Escobar, el patrón del mal, precedido por montones de publicidad y anunciado por la voz impostada (“la historia como nunca se había contado”)
El lunes, cuando vi el primer capítulo de Escobar, el patrón del mal, precedido por montones de publicidad y anunciado por la voz impostada (“la historia como nunca se había contado”) que es sinónimo de expectativa en tantas producciones, comprobé lo frescos que están los acontecimientos en la memoria de quienes sufrimos de cerca las atrocidades de una de las mentes más perversas que ha dado la humanidad. Comprobé, mejor dicho, cómo sigue doliendo el dolor, veinte años después, para quienes crecimos con el miedo pegado al cuerpo. Y, para colmo, ¡en el vecindario! La ambientación y las caracterizaciones me parecieron bien logradas, y ojalá la historia sí vaya a estar bien contada, teniendo en cuenta que los artífices de la misma, aparte de ser buenos comunicadores y saber del negocio, son víctimas directas del capo, lo cual, de cierta manera, legitima su intención de reconstruir lo ya vivido hasta las últimas gotas de sangre y llanto, con el argumento aquel de que “un país que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Que puede que sea cierto, pero, en última instancia, es una frase vendedora como la que más. (A veces, incluso, plataforma falaz para recrear el pasado con grandes dosis de morbo y pocas de contextualización). Coincido con el periodista y escritor español Vicente Verdú cuando —refiriéndose al último ensayo de Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, da vuelta a la tuerca para concluir que es más adecuado hablar del espectáculo de la civilización. El Nobel peruano se lamenta de que la etiqueta entretenimiento haya frivolizado el concepto de cultura, al extremo de que los chefs y los modistos tengan ahora el protagonismo que antes tenían los compositores y los filósofos, y las llamadas celebridades ejerzan la influencia que correspondía a profesores y pensadores. Verdú –que en materia de reconocimientos literarios también tiene lo suyo– salta al cuadrilátero y acusa a Vargas de ser vocero de una filosofía revenida que tuvo su apogeo varias décadas atrás, para desembocar en la realidad pura y dura de la actualidad: ¿la cultura chatarra, podría ser? Algo así como apure-el-contenido-y-tire-el-envase. Un signo de los tiempos. Y ahí es donde encaja perfecto el Pablo Emilio Escobar Gaviria de hoy día, estrella rutilante (y fulminante) de ese firmamento hechizo que cubre el circo en el que todos somos actores y espectadores a la vez. Un signo peligroso de los tiempos porque su resurrección podría traspasar la frontera sutil que separa el rechazo del embeleso. Que jartera. Qué jartera los bestsellers en que se han convertido los mafiosos, los exsecuestrados, las mascotas humanas de curvas de quirófano, el lenguaje procaz, las motos de alto cilindraje, los carrazos con vidrios polarizados, los voladores que estallan a media noche, las serenatas con mariachis al amanecer… Qué jartera, Pablo Escobar y su mundo tenebroso, otra vez. Qué jartera volver a sentir el ruido de los helicópteros, que casi aterrizan en mi bañera, la mañana en que Escobar escapó del cerco que le tendieron a una de sus propiedades; la angustia de los allanamientos frecuentes a las urbanizaciones aledañas; el retumbar de las bombas y el hongo gris que se levantaba hacia las nubes; el aturdimiento que me duró varios días cuando volaron el CAI por el que pasaba; el susto de saber que en el bar donde estaba se había armado tremenda balacera; la impresión de las escenas que presencié en los comienzos de mi trabajo periodísitico; las bombas del Parque Lleras, de La Macarena, del Barrio Manila, de aquí y de allá; la matanza de Oporto; las amenazas, los atentados, los magnicidios, los panfletos, los heridos del cuerpo y del alma; tantos amigos arrebatados. Qué jartera la puesta en escena de los versos del padre García-Herreros al mar de Coveñas, de la entrega del jefe del Cartel, de los desmanes ocurridos en La Catedral, de su fuga frente a la nariz de las autoridades, de la huida de su familia y, al final, de ese cuerpo barrigón espatarrado sobre un modesto tejado. Era el 2 de diciembre de 1993 y los carros pitaban como si Nacional hubiera ganado alguna copa. Antioquia sintió que le habían quitado un piano de encima. Después, la leyenda urbana: que ese no era, que Pablo estaba vivo, que lo vieron en tal parte, que por qué lo mataron si era tan buen muchacho. (Hace unas semanas estaba acompañando a unos amigos en Jardines Montesacro y, en cuestión de dos horas, vimos pasar más de una buseta de turistas que se dirigían a conocer la tumba de Escobar. Sí. El Medellín de Pablo Escobar es un tour temático en mi ciudad. Qué jartera). Y, por estos días, el seriado: “una inversión que hará historia en la televisión colombiana y, luego, a nivel internacional”, al decir de los productores. Les deseo suerte. Pero, conmigo no cuenten. Esa mole despanzurrada en el tejado no la quiero volver a ver. Qué jartera, es la única expresión que se me ocurre. Dobleclick. Estaré ausente unas semanas. En julio nos encontraremos de nuevo. Los extrañaré.
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