Almorzando hace unos años con un periodista Catalán se me ocurrió preguntarle qué tan útil era para Cataluña luchar por una independencia en un mundo globalizado, qué tan conveniente era para una nación tratar de separase política y económicamente en un mundo con problemas globales que no respetan fronteras y mucho menos muros. ¿Qué tan diferente de España podría Cataluña abarcar los problemas generados por las fraudulentas prácticas tributarias de empresas internacionales, cómo afrontaría de forma diferente el tema del cambio climático, las enfermedades y epidemias, la cooperación comercial, la crisis financiera, la aplicabilidad de la ley y los tratados internacionales, el desempleo, la migración, las políticas fiscales y monetarias, y su poder soberano como tal?
El fin de las preguntas, más que cuestionar el movimiento separatista catalán, es subrayar el hecho de que en un mundo globalizado hay problemas que sobrepasan las fronteras nacionales y necesitan ser atendidos por una acción colectiva entre países. La administración de estos problemas y de los bienes públicos mundiales debe hacerse por medio de organizaciones internacionales eficaces y legítimas. En este sentido, el cuestionamiento radica en la efectividad y legitimidad de las organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio y el surgimiento de otros organismos internacionales informales que amenazan la legitimidad y sostenibilidad de estas organizaciones tradicionales.
“El desafío subyacente para una efectiva gobernanza económica mundial se origina en la ausencia, en un mundo de estados soberanos, de un cuerpo adecuado de coordinación y rendición de cuentas, y la imposibilidad de asegurar transparencia y cumplimiento de los acuerdos”, señala el reporte de la Comisión de Expertos del Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre las reformas del sistema monetario y financiero internacional.
Sumándole a esta afirmación, Kemal Dervis, exdirector del PNUD, sugiere en la revista Diálogos sobre la Globalización que el reto clave para el siglo 21 es construir un sistema global de gobernanza que permita la administración de asuntos globales, la adecuada provisión de bienes públicos mundiales y formas más efectivas de acción colectiva entre países.
Sin embargo, esta necesidad no satisfecha de responder a problemas globales de forma efectiva dio nacimiento a las organizaciones informales de gobernanza económica mundial. Inicialmente, por propuesta del expresidente francés Valery Giscard D’Estaing se organiza por primera vez en 1970 la reunión del G-7. Desde ese año se siguieron organizando reuniones informales que después se institucionalizaron cambiando de nombre al G-8 con la inclusión de Rusia y después volviéndose G-20 desde las reuniones de Washington y Londres en 2009, y próximamente Australia 2014.
“En estos encuentros no se firman tratados. Son simplemente reuniones donde los Estados discuten sobre problemas globales y regionales de manera informal con el fin de tomar decisiones juntos o preparar discusiones que se llevan a los organismos entes formales de las organizaciones internacionales donde se firman los tratados (FMI, Banco Mundial, OMC…). Llamaré a los varios grupos que menciono como los G-N, donde N va desde 7 hasta 20 o más”, describe Kemal Dervis.
Sin embargo, estas instituciones informales también afrontan serios problemas de legitimidad dado que muchos países son excluidos de las reuniones y por ende repugnan las decisiones que son tomadas en estas citas. Así mismo, los países que asisten a las reuniones no representan el interés de las regiones de las que hacen parte.
El economista colombiano José Antonio Ocampo pone como ejemplo a Canadá en sus presentaciones académicas en la Universidad de Columbia y explica cómo el país norteamericano, que normalmente representa a varios países del Caribe en las reuniones oficiales del Banco Mundial, recupera su agenda nacional cuando se reúne con sus países aliados del G-20, abarcando solamente temas de interés canadiense. Algo parecido pasa con Brasil, Argentina y México cuando asisten a las reuniones del G-20. Raramente tratan de abarcar temas que afecten a sus vecinos. Velan por el interés de su país y cómo beneficiarse de las “discusiones informales” que se toman en esas reuniones.
Sin embargo, como alguna vez dijo Lula: “En realidad el G-20 sigue siendo el G-7, los países emergentes invitados, son mera decoración”.
Entonces, la clave para estas organizaciones informales está en encontrar el punto medio entre legitimidad y eficiencia. “Por un lado, aunque se traten de crecer al máximo, habrá un problema de legitimidad con el resto de países que no están presentes en la mesa de negociación del G-20. Por el otro lado hay quienes argumentan que ya es demasiada presencia y que una expansión mayor iría en contra del propósito de tener un grupo de líderes relativamente pequeño que interactúen informalmente generando debates reales con poder de decisión”, sugiere nuevamente Kemal Dervis.
En resumen, hay una crisis de gobernabilidad y de poder global. Ni las organizaciones informales o institucionales están siendo capaces de implementar con efectividad las decisiones correctas para solucionar los problemas globales antes mencionados y la administración de los bienes públicos mundiales. Esto y la falta de unión de fuerzas por parte de los países emergentes para formar un bloque influyente en el orden mundial están arando el terreno para que China, Estados Unidos, ciertos países europeos y las empresas privadas sigan tomando las decisiones por nosotros.
¿Qué hacer con la crisis de gobernabilidad mundial?
Dom, 12/01/2014 - 05:36
Almorzando hace unos años con un periodista Catalán se me ocurrió preguntarle qué tan útil era para Cataluña luchar por una independencia en un mundo globalizado, qué tan conveniente era para u