Somos animales copiadores

Dom, 14/08/2016 - 04:36
Humanos que somos, superlativamente convencidos de ser originales y con amplia capacidad para generar ideas y decisiones propias, autónomas e independientes de quienes nos rodean. Vanagloria que sól
Humanos que somos, superlativamente convencidos de ser originales y con amplia capacidad para generar ideas y decisiones propias, autónomas e independientes de quienes nos rodean. Vanagloria que sólo corresponde al orgullo y a la imagen que nos hacemos (o nos han inculcado) de nosotros mismos. Merecimiento que más vale revisar para darle su asidero real, que inevitablemente descendería la altura del pedestal en que lo hemos erigido para asignarle el lugar que francamente le corresponde: ese que nos coloca, aunque homínidos, en la cúspide de los animales copiadores. Simios aleccionados, sin admitirlo, en el arte de la imitación. Mientras la gran mayoría de seres vivos que nos rodean pueden más fácilmente y en corto lapso valerse por sí mismos después de su nacimiento, la especie humana necesita un largo período de asiduo acompañamiento, particularmente del materno, para poder lograr una mediana autonomía física vital. Es un período durante el cual, el ser humano no sólo es nutrido como mamífero frágil que es, sino “formado” y “educado”, es decir, acondicionado para pertenecer a la manada y alistarse para repetir luego los mismos gestos de adaptación a quienes le sucederán. La formación de un ser humano no es otra cosa que una extensa fase que garantiza el acomodamiento de un nuevo individuo a las necesidades de la masa, a los caprichos y normas que rigen el grupo, hasta dejarlo “apto” para pertenecer a él y en posibilidad de actuar por sí solo. Desde el punto de vista meramente corpóreo esto es bastante evidente y visible, mientras que en cuanto a lo mental tenemos la creencia, cuando no el candor arrogante, de que no ocurre de la misma manera, y sin embargo, el fenómeno es similar, cuando no peor porque este se extiende a lo largo de toda su existencia, durante la cual siempre estará “aprendiendo”, entiéndase: copiando. Es que ya desde la manera como se concibe un ser humano hay clara muestra del sistema de repetición a que está sometido: óvulo y espermatozoide se combinan para crear un nuevo individuo con las mismas características de sus genitores: la duplicación biológica de genes. Es así como nacemos dotados de órganos y figura que nos hace análogos a nuestros padres, es decir, al grupo humano. El funcionamiento de nuestros órganos para efectuar lo perentorio vital, como la respiración, el latir del corazón, la digestión nos viene de una manera automática, mejor llamada “refleja”, que no necesita ni siquiera entrenamiento: el corazón late por sí solo, los pulmones toman oxígeno y la boca del neonato mama sin necesidad de aprendizaje, hace parte de lo preaprendido. Mediante el sistema de cruce de genes no sólo se heredan los hechos esenciales para la supervivencia y la apariencia física interna y externa que lo acreditan como típico de la manada humana, sino que abarca hechos más imperceptibles, pero fundamentales en el comportamiento: se heredan características como la resistencia o la propensión a enfermedades o desperfectos, así como las fortalezas y debilidades. Un coctel genético cuya mezcla es la impronta que nos rige determinísticamente desde el momento de la gestación. Lo novedoso es lo que los científicos nos advierten en estos últimos tiempos: también el caldo genético contiene tendencias mentales, gestos, maneras de pensar, y otros elementos que conciernen nuestra actividad cerebral; es decir que con ellas naceríamos, dejando que poco o nada sea fruto de una elaboración personal: el calco sería más grande del que imaginamos y no concerniría, entonces, únicamente los aspectos físicos. En todo caso, e independientemente del hecho genético, el sistema educativo al que somos sometidos por un largo transcurso, no es otra cosa que el aculturamiento mediante el cual se nos graban en las neuronas y su intrincado tejido sináptico las ideas de los demás, esas que han sido concebidas y a su vez aprendidas por quienes nos las transmiten. Aprender a copiar. Por supuesto, que nos es difícil aceptar la minusvalía que implica tal método, es manifiestamente inaceptable para nuestro orgullo que insiste en hacernos considerar como seres únicos, de pensamientos propios y originales. El cerebro humano, principalmente cuando se encuentra en etapas infantiles y juveniles es similar a una esponja que absorbe con gran facilidad todo lo que se le procura; así aprende las normas, el lenguaje y lo necesario para sobrevivir. Un ejemplo bien ilustrador es el aprendizaje de una lengua. Hecho que se realiza mediante diferentes métodos, algunos más eficaces y rápidos que otros, pero que en fin de cuentas conducentes a lo mismo: hacer que se copie de otros individuos ya entrenados los sonidos, las palabras, la semántica y sintaxis de las oraciones, los modismos, las sinonimias y toda la parafernalia lingüística. Entre más se copie el patrón establecido, mejor se hablará correctamente una lengua. Una clase de idiomas no es otra cosa que una sesión de repetición en la que con mayor o menor agrado y firmeza tallamos en nuestra mente la copia filológica de quien nos instruye. Remedo que encontramos también en diccionarios, manuales escritos y en las conversaciones con los congéneres ya amaestrados. Por supuesto, el número de combinaciones en la construcción expresiva idiomática es tan grande que nos deja la impresión de que generamos frases propias. Más vale desengañarnos, es una reproducción. Si gran parte de la actividad mental y física nos es transmitida automáticamente por nuestro sistema genético, si el “enriquecimiento” cerebral es fruto de un adiestramiento educativo permanente (explícito o informal), ¿qué nos resta como parte original y propia? Entre poco y nada, a no dudarlo. Así las cosas, nuestra vida mental es un calco permanente dictado por la genética, la enseñanza, la tradición y la comunicación con nuestros semejantes. Como corolario de esta predestinación inducida por la exigua posibilidad de reflexión propia, las nociones de Libertad o de Libre Albedrío, por sólo nombrar estas, están grandemente heridas, reducidas a conceptos de difícil aplicación; una buena reflexión se amerita, buen propósito sería desarrollarla en futuras entregas de esta columna. ¿Qué dirían de nosotros los extraterrestres si algún día nos visitan? Nada diferente de lo que nosotros observamos de un hormiguero o de una colmena: todos sus miembros iguales. Entonces, y así nos golpee el ego aprendido, las contribuciones individuales a la manada son tan escasas que colindan con la inexistencia; esos minúsculos granos de arena aportados son apreciables en medidas de millones de años, es decir imperceptibles; excepción hecha de algunos especímenes sorprendentes (¿anómalos?) que procuran algunos saltos cuantitativos importantes, el resto, es decir, la inmensa mayoría pasa su vida en la copia perfecta, en la imitación a ultranza, con el convencimiento falaz de su aptitud autonómica, tal cual nuestros primos simios con quienes compartimos cerca del 99% de nuestros genes. Qué se nos perdone la mala noticia y qué aceptemos con humildad la desentonada aclaración.
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