¿Un museo de ficción?

Dom, 05/08/2012 - 00:02
Dice Orhan Pamuk que tenía pensado el Museo de la inocencia, es decir el sitio físico que hace poco abrió en Estambul,
Dice Orhan Pamuk que tenía pensado el Museo de la inocencia, es decir el sitio físico que hace poco abrió en Estambul, antes de la novela que cuenta su historia. Esta novela cuasi interminable, indulgente en la nostalgia y el detalle, se trata de la historia de amor que protagonizan Kemal, un joven de la clase alta de Turquía y su hermosa y pobretona prima segunda, Füsun. Kemal se convierte en cleptómano y durante los años que dura este amor que no va a ningún lado, pues de esos son los que originan museos y novelas, roba objetos de la casa de Füsun. El museo expone objetos de cocina, adornos baratos, y miles de colillas de cigarrillo. El problema es que nadie de importancia se fumó esos cigarrillos pues los personajes de la novela son solo personajes y por consiguiente no existen, ¿o sí? Pamuk, con su fama y dinero de ganador del Nobel se da el lujo de fabricar el mundo físico donde Kemal y Füsun hubieran existido, para que ya no nos quede más remedio que creerle con los cinco sentidos. Es como si los libros de Proust vinieran con una bolsita de plástico y una magdalena para saborear. Nos dan ganas de caer en esta tentadora artificialidad y de preferir los sentidos físicos a los sentidos imaginados, los que perciben la literatura. El Museo de la inocencia en Estambul, es solo uno de miles de extraños museos, sitios no oficiales que hay regados por el mundo y que nos abren las puertas a la locura de otros. En mi vida he visitado algunos. He estado, por ejemplo, en un museo de la prehistoria en Villa de Leyva. He entrado en el patio de una casa y dado un paseo circular adornado por dinosaurios de cemento, que miran inocentes a los turistas desde sus cuerpos agrietados de pintura vieja. También, por cosas de la vida, terminé en las puertas del Museo de la Esclavitud en Selma, Alabama, Estados Unidos. Lejos de ser un museo a la americana con baños limpios y fragantes y letreros de SALIDA por todas partes, es más bien un caserón viejo que alquilan actores y espiritistas. Uno llega y unas actrices que también son mediums lo filan contra la pared de la entrada y lo compran. Después los esclavos comprados entramos a un gran salón en donde nos sientan en el piso y nos muestran proyecciones de alta mar.  Pasan algunos momentos y las actrices comienzan a dar gritos escalofriantes, los gritos de sus antepasados, de las madres separadas de sus hijos y de los agonizantes. Bienvenidos al museo de la esclavitud, dice al final una de ellas, esta vez con el tono de amabilidad autoritaria de los guías americanos,  mientras su compañera enciende la luz. Creo que experiencias como estas,  cuando las locuras ajenas se apropian de mis sentidos a cambio del  modesto contenido de mi billetera y una hora de mi tiempo, me han enriquecido. Y cuántas ganas me dan de ir al Museo de la inocencia de Pamuk.  Quién no quisiera ser un turista feliz. Sin embargo, la existencia del Museo de la inocencia plantea algunas preguntas: ¿Cómo afectará al libro la existencia del lugar físico, en sí una novedad en el mundo literario? Si una buena novela es un universo perfecto, cerrado e infinito a la vez, ¿qué quería agregar Pamuk con su museo? ¿Tal vez atención mediática para su libro? ¿No sugiere esto que el libro no se sostiene solo? ¿O querrá Pamuk hacer que nos replanteemos el acto de leer e imaginar, regalándonos una experiencia material, que no le deja casi nada a la imaginación? No me sentiría más dentro de la novela de Pamuk al andar por los salones del museo. Un texto bien escrito debe bastar. El escritor, al mandar construir su museo, parece haber entendido el proceso al revés. Al leer no necesitamos museos exteriores, ni ajenos. Todos llevamos adentro nuestro propio museo, lleno de caras, voces, olores, de corredores oscuros o ventanas de luz, y de recovecos que desconocemos o a los que tememos entrar. Vivir es coleccionar en nuestro museo privado del inconsciente, que a veces se nos abre en sueños, y siempre con la buena lectura. Un buen texto nos abre puertas a explorar, pero son siempre puertas interiores. Eso lo comprendió Proust y detrás de sus extensos detalles se esconde una arquitectura de la memoria, un mapa complejo, que invita a un viaje en que cada lector se embarca solo. Ese es el acto de leer, cuando se lee bien. Algo tan profundamente solitario. La triste historia de Kemal y Füsun intenta ser larga y proustiana. Pamuk, en su larguísima narrativa llena de detalles y chécheres no logra una profundidad que justifique la longitud de su libro. Sin embargo, después de haber leído el libro iría al museo por curiosidad. Sería uno más en mi lista de alegres y pequeñas  estafas que valen la pena, por un rato.
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