Un parangón: África y la ruralidad colombiana

Publicado por: admin el Jue, 04/07/2019 - 05:55
Paul Collier escribe en el “El Club de la Miseria” que África está sumida en la pobreza porque está anclada en 4 trampas: la trampa del conflicto; la de los recu
Paul Collier escribe en el “El Club de la Miseria” que África está sumida en la pobreza porque está anclada en 4 trampas: la trampa del conflicto; la de los recursos naturales; la de los malos vecinos y sin salida al mar  y la trampa del mal gobierno. La ruralidad colombiana comparte en algo dos de esas trampas que la rezagan del resto y la sitúan en el  pasado. En la premodernidad. La del conflicto es una de ellas: La violencia y la guerra están en la periferia, sus raíces también, es decir,  se ubican en la marginalidad: en lo rural. Y el conflicto cuando perdura empobrece y estanca. Además, el torbellino de la violencia se expande a lo urbano con, por ejemplo, las extorsiones, el secuestro, los atentados de organizaciones criminales que tienen su guarida en el campo o surtiendo el mercado urbano con cocaína producida en las extremaduras de la frontera agrícola porque es bueno saberlo,   la violencia es una diáspora que no nace, como tiende a creerse, en los sitios de mayor pobreza sino muy al contrario, se cocina en los territorios donde transita, está, o se cultiva la riqueza. Valga decir: Contrabando, minería ilegal, coca y todo ello se ubica en la ruralidad.  Por ello la trampa del conflicto se combate con un Estado fuerte, con presencia institucional, seguridad, mantenimiento del orden público y paz social.  La miseria en la ruralidad ni en lo urbano ni en África  se combate simplemente entregando dinero –si así fuese, la solución sería fácil- sino proporcionando capacidades a la población  pobre a través de la inclusión en los mercados, educación, información, políticas públicas y tecnología para que entonces, el cambio provenga desde adentro y no desde fuera. En África hay fugas de capitales: una porción importante de su capital privado se encuentra en el extranjero donde obtiene mejores -y mas seguros-  rendimientos. También, en el mismo continente, los nativos en éxodo escapan a mejores países. En el campo colombiano ocurre algo parecido. Hay fuga de capitales, del campo a la ciudad, poca reinversión privada en el agro y la corriente migratoria, especialmente de jóvenes, está dejando solo al campo. Así mismo en África existe un gran déficit de inversión privada. En la ruralidad colombiana igual. Y sin capital, iniciativa e innovación privada no se mejora la productividad ni los márgenes de rentabilidad.  Y la inversión privada no llega en los montos requeridos por el alto riesgo que representa el campo y porque la política pública no está encaminada, fehacientemente, a minimizar esos riesgos.  Otra trampa que acusa a la ruralidad es que ha sido mal gobernada. Algunas veces por su enfoque, (centralista por ejemplo)  otros por su desarticulación entre los distintos niveles de gobierno y el sector productivo; en otros por el abandono y en todos los casos por una política que no le apostaba a la provisión de bienes públicos pero, ante todo, por  la desconexión del campo (por su malas vías, su falta de logística, su lejanía del mundo digital y tecnológico, sus malos instrumentos de desarrollo, su falta de información y formación de los pobladores rurales) con el tren del desarrollo, con la inversión, el comercio y el  mercado.    Pero el campo colombiano puede montarse en el vagón del desarrollo en razón a que tiene múltiples oportunidades: la creciente demanda de alimentos del mundo entero, la exigencia de los nuevos mercados que pagan más por los productos de calidad pero además porque la agricultura puede ejercer múltiples funciones para el desarrollo: crecimiento económico, reducción de la pobreza y del hambre, mayores niveles de equidad, contribuye a la seguridad alimentaria, apoya la sostenibilidad ambiental y aporta a la nutrición y la salud tal y como señala Derek Byerlee. Por eso, el desarrollo rural debe ser una apuesta estratégica para Colombia.