Una plaga silenciosa

Jue, 17/05/2012 - 01:13
Hay algo más que sucede en la periferia nacional, en la Colombia lejana, de lo que ni se enteran en los centros del poder de la corrupción y del narcisismo porque es un acontecimiento que no viene c
Hay algo más que sucede en la periferia nacional, en la Colombia lejana, de lo que ni se enteran en los centros del poder de la corrupción y del narcisismo porque es un acontecimiento que no viene con el ruido de las metrallas ni con las imágenes llorosas de las nuevas viudas,pero es un hecho que ha venido socavando la cultura de las cocinas, exterminando las costumbres gastronómicas de los pobladores del interior de la Costa Caribe. Es una plaga poderosa y silenciosa. No se le cataloga como tal ni se le combate como se debería, porque viste el presentable traje de la laboriosidad y el orden; ocupa espacios visibles en las plazas principales de los pueblos costeños; presta servicios de buenos vecinos y hasta debe tener al día los pagos de impuestos. Pero es un enemigo cultural. Hablo de las tiendas de abarrotes y mercaderías de víveres en general que se han literalmente tomado aquellos pueblos y que imponen entre la población los modos se ser y de consumir de sus dueños que no son otros que comerciantes antioqueños. Sí, lo sé, desde hace toda la vida este fenómeno de expansión paisa se ha dado no sólo en la costa sino en el resto del país, lo sé. Pero lo que me alarma de esta arremetida contemporánea es que por su poder se están extinguiendo muchas de aquellas costumbres que enriquecieron la cultura caribe y la hicieron distinta a la cultura paisa. Hace unos meses un grupo de investigadores del tema terminó un trabajo de campo por el Atlántico. Recorrió todos aquellos pueblos empolvados y empobrecidos y contentos, que están arropados con la particularidad de que no tienen plazas de mercado, por lo cual sus habitantes han acudido a las tiendas toda la vida y en las tiendas, toda la vida, habían encontrado la cebolla roja, el ñame, los ajíes, la batata. Y el achiote y la pimienta y la yuca para comer con suero. El árnica, el boldo, el lebranche, la lisa, el arroz. Todo el universo de su gastronomía ahí, en esas tiendas vecinas que todo lo ofrecían. Pero toda esa oferta se ha ido reduciendo hasta el dramatismo. Una nueva administración comercial ha impuesto un nuevo inventario y en las estanterías hay lo que el dueño, según su cerebro de registradora y su corazón contable, cree que debe haber. La cebolla roja, por ejemplo, no va más, porque le resulta más rentable la cebolla larga que deben traer desde el interior del país. Y de esa manera en las cocinas costeñas, en las ancestrales, en donde la cebolla roja había sido históricamente la soberana, ha sido depuesta. La consecuencia no solo está en el sabor por el cambio drástico en un ingrediente en las cocinas, sino también en que la cadena de la producción ha sufrido un tropiezo: pronto ya no habrá campesinos que cultiven cebolla roja porque en las tiendas no la venden. En aquellas tiendas de esquina, en las de antes, en sus mostradores ofrecían bollos y quesos y carimañolas. Mecatos típicos, matambres de ocasión, que animaban el momento del desaliento. Se ha vuelto escasa esta oferta porque requiere de un espacio pero, sobre todo, de una comprensión de su valor cultural. Lo que le tenemos, vecino, son papitas en cartucho, maduritos, detodito y toda esa gama de carbohidratos desabridos que a nada saben y que logran, eso sí, uniformar de basura cada recodo que transitas por los caminos de la Costa toda. Porque este no es un fenómeno solo del Atlántico, está claro. También en la Guajira arriba y en la zona bananera del Magdalena. En el Cesar y abajo en la Sabana de Bolívar. El comercio de abarroteros paisas se ha metido ya hasta en la cocina de los costeños de la manera más brutal y definitiva. Exterminadora, si se quiere emplear el término. Y eso, dije, digo, a nombre del orden y de la laboriosidad, y también a nombre de ese prurito de ocupar los espacios que van dejando o han dejado los caribes a quienes esta clase de comerciantes suele fustigarle su tendencia a la locha. Ante las calamidades cotidianas y reiteradas, se creerá que este es un asunto menor. Sutilezas culturales. Bobadas. Pues no. Es sustancial por su hondura y, justamente, porque no produce imágenes que lo melodramaticen ni titulares que lo vuelvan un episodio fugaz. Por eso mismo.
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