No es fácil pensar algo diferente a las mayorías.
Por un lado, porque recibiendo el mismo aguacero de los medios de información es difícil ver aspectos distintos a los que en general forman los consensos en la población.
Por otra, porque por la misma razón se crea una presión que sitúa a quien no comparte esa opinión mayoritaria en alguien sospechoso o incomodo, ‘que lleva siempre la contraria’.
Respecto a la muerte de Alfonso Cano sucede exactamente eso. No se oye prácticamente ni una voz que cuestione la ‘maravilla’ de que lo hayan dado de baja.
Sin embargo la bueno o malo de cualquier acción –y más una de tantas consecuencias como esa- debe ser vista en función de cuáles son los objetivos que se buscan y de en qué medida los sirven. También depende del diagnóstico o del análisis que el observador tenga.
Hay quienes se alegran simplemente porque ‘con ello se le calla la boca a Uribe’, y si eso es lo que se busca se explicaría la aprobación –aunque parece un poco optimista que eso sea posible-.
Otro argumento que sería congruente es que hay que darle golpes a la guerrilla. Que es un golpe -y fuerte- no hay duda. Y si se aspira a alcanzar una rendición total de las Farc supondría ser el único camino. Lo que pasa es que lo probable -y hasta cierto punto lo probado- es que por la vía de dar de baja a los cabecillas no se llega a ese resultado.
Y el último motivo que justificaría dar como positivo lo logrado con eso es si se ve como el castigo a quien había hecho mucho daño. Es una explicación eminentemente emotiva y poco racional, pero es la que por lo mismo más llega y con la que más se identifica la opinión pública.
Quienes evalúan o califican en función de esos objetivos tienen razón en las manifestaciones de júbilo que expresan.
Lo malo es que el corolario inevitable es que se dificultan las vías alternas a ganar la guerra –o peor, que nos obliga aún más a seguir en ella-. Se centra el propósito en la victoria militar y mal que bien se da prelación a ésta sobre cualquier otra posibilidad de solución a ese conflicto.
Pero si se entra en un campo más analítico y si se considera que la meta es la paz con los alzados en armas, lo que puede traer esa muerte es más bien negativo.
La idea de que ahora sí las Farc buscarán la paz –entendiendo por ella en realidad la rendición- es pensar con el deseo. Ojalá que sea así, pero ningún antecedente, ni declaración actual, harían pensar eso; no parecería que sin haber otras razones o cambios, fuera de haber perdido un comandante, algo los lleve a esa conclusión.
No solo el temperamento y la actitud transaccional de Santos habían permitido avizorar la posibilidad de alguna forma de tratado con la insurgencia. También dentro de una sana lógica y partiendo de su aspiración de ser un hito que marque la historia, la forma de lograrlo y en consecuencia lo que debía ser su propósito era esa. El mejor interlocutor para adelantar una paz pactada –puede que no ‘negociada’- podría ser él, y hasta cierto punto tal expectativa existía. Todas las aperturas que se habían hecho, desde renovar contacto con Chávez hasta las Leyes de Víctimas, de Tierras o de Justicia Transicional, pierden su importancia como aproximaciones a un eventual diálogo.
Y del lado de las Farc lo mismo; Cano era reconocido como el más racional y el más susceptible de iniciar una conversación para llegar a algún acuerdo; algún amigo decía que los revolucionarios nunca hacen transacciones porque tienen vocación de mártires; en este caso se les estaría dando una manito al cerrar las puertas de esa forma.
Puede ser que alguna validez tenga la teoría de que a fuerza de golpes se acerque no la paz pero sí la derrota. Lo que es claro es que no se sabe cómo se tramitaría; fuera de la expresión del Procurador de la ‘desintegración molecular’, no se imagina uno una vocería unificada del Secretariado buscando la reinserción; ni parece fácil que el negocio montado de narcotráfico desaparezca en unas conversaciones; ni los millones de desempleados y los que padecen una de las desigualdades del mundo dejarán de buscar opciones violentas para sobrevivir o para desquitarse de una sociedad que nada les ofrece.
En alguna forma se repite –ojalá que no con las mismas consecuencias- la ‘hazaña’ del Gobierno de Cesar Gaviria, cuando el día mismo de las elecciones para la ‘Constituyente de la Paz’ se bombardeó Casa Verde, acabando con la posibilidad de que la guerrilla entrara en diálogos en búsqueda de un ‘aterrizaje suave’ en el momento que todas las condiciones estaban dadas para ello, prolongando ese conflicto que aún vivimos, y que ha causado y sigue causando decenas de miles de víctimas.
Paradójicamente es un caso como el del TLC donde en ambos la inercia hace que lo que se esperaba dentro de un diseño –cuestionable pero impuesto, como fueron la ‘apertura’ y la ‘seguridad democrática’- vienen a reventar en el momento que se entraba en una etapa de reflexión en busca de mejores modelos. En otras palabras, Uribe en su derrota política recibe el premio de que empollan dos de sus huevitos (los que corren el riesgo de ser los más dañinos).
Como otro efecto negativo, el ‘júbilo inmortal’ que ha producido este hecho hace que se distraiga la atención que se debe prestar a las fallas del gobierno. Lo ‘blinda’ contra las críticas por el manejo de otros problemas en los que el fracaso ha sido protuberante.
Y como damnificados inmediatos, los familiares de los retenidos en el monte pierden lo que era la posibilidad inminente de una liberación como primer paso para acercar las partes; aún si no hay retaliaciones como algunos lo temen (en realidad son poco probables), los que primero pagan el pato sí son ellos, pues se aleja la esperanza de esa ‘muestra de buena voluntad’ por parte de los captores.
Aunque es una afirmación especulativa, se puede decir que lo que hubiera podido lograr con la captura de Cano se perdió con su muerte.