Lo que demuestran cada día más los integrantes de la cúpula del Partido Verde es que les quedó grande el llamado que le hicieron las circunstancias políticas y la responsabilidad histórica que les regaló la coyuntura. No han sido capaces de reorganizar un partido que les cayó del cielo con más de tres millones y medio de votos de ciudadanos inconformes con las prácticas políticas tradicionales y de jóvenes ilusionados con la reconstrucción del país a partir de un nuevo concepto de ejercicio democrático de la política y un nuevo enfoque ético de la administración pública.
Ya no hay justificación para no llamar las cosas por su nombre. El oportunismo de muchos dirigentes verdes no tiene nada que envidiarle al voltiarepismo de Roy Barreras o al saltinbanquismo de Armando Benedettí, para mencionar casos del Partido de la U; no se le queda atrás al puesterismo de los conservadores ni al manzanillismo de los liberales retroalimentado por el gobierno de la Unidad Nacional; y para colmo de males no logran distinguir se de la demagogia izquierdista reubicada en el poder y menos de las usanzas que hacen de su actividad un modus vivendi económico, en el que no tienen empacho para quedar con cupos en los carruseles de la contratación.
Por eso no dan pie con bola. Porque este partido que amenaza con ser otra página de la frustración democrática colombiana surgió como una suma de voluntades anticlientelistas congregadas en una expresión ética de la política, encarnada en Antanas Mockus, John Sudarsky y Ängela Robledo; una manifestación de la eficiencia administrativa representada por Enrique Peñalosa y su equipo; y una visión social de la política y la administración reflejada en la presencia de Lucho Garzón, Antonio Sanguino y Antonio López, acompasada de la facción democrática llamada Reverdecer.
Con alguno que otro traspiés, los tres tenores lograron despertar ilusiones en muchos jóvenes, en no pocos izquierdistas y en un buen número de demócratas que querían distanciarse radicalmente del estilo politiquero y burocrático de los demás partidos y de las concepciones derechistas y anticonstitucionales del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Y sin que se ocultaran ciertas incomodidades, a esta tripleta se le sumó el sueño de una corriente moderna, renovadora y pedagógica de la política enarbolada por el exalcalde de Medellín, Sergio Fajardo, con su propia visión ética de lo público y su particular estilo participativo. Ese cuarteto generaba confianza ciudadana y daba para volver a soñar. Eso fue lo que generó la tan nostálgicamente recordada Ola Verde.
Y como el refrán es sabio, una cosa es la que piensan los burros y otra los que los enjalman. Los cuatro exalcaldes, no cabe duda, pensaban una cosa pero los de la máquina política pensaban otra bien distinta. Ellos soñaban, cada uno desde su vocación y su experticia, con construir un partido nuevo, renovador de la política, ejecutor de los recursos públicos con un criterio de eficacia y transparencia y equitativo e incluyente en lo social para poder competir con los viejos partidos y llegar al poder con la perspectiva de emprender la construcción de una nueva sociedad, más justa, más representativa y más participativa. Pero su clase política no logró pensar en otra cosa que el oxígeno burocrático para garantizar la forma de sobreaguar en su carrera y de emular su actividad con las prácticas de sus pares tradicionales.
Aunque los cuatro tenores eran concientes de que entre ellos existían diferencias y que la principal característica que deberían defender para generar confianza era mantener las reglas claras, lo que daba la tierrita y que quedó plasmado en la dirección del partido era que sus políticos conocían al dedillo las prácticas heredadas de los partidos tradicionales y que al contrario de lo que se hubiera esperado eran calcados o incluso peores. Por esa razón no les resultaba fácil reeducarlos y mucho menos pensar en construir una militancia de nuevo tipo como la que exigía el momento para semejante reto.
Por eso se fueron desencantando uno a uno. Se retiró discretamente Fajardo, que además debía concentrarse en su campaña y su posterior ejercicio como gobernador; se fue Mockus, porque sintió que Peñalosa se Uribizó y traicionó lo pactado, mientras Lucho encontró asilo en la Unidad Nacional del presidente Juan Manuel Santos, lo cual entre otras no ha dejado de verse como un sálvese quien pueda porque este barco se va a hundir. Al parecer él se salvo pero no ocurrió lo mismo con el partido. Y Peñalosa decepcionado se refugió en la academia y en las asesorías internacionales. Pero el sueño verde quedó en manos de la clase política del partido.
Los cuatro exalcaldes, eran concientes de que habían quedado atrapados sin salida en medio de unos políticos negociantes dueños de la marca, es decir del nombre que permitía los avales, y que cualquier camino implicaba tener aliados incómodos. Eran concientes de que para apostarle al triunfo de la Ola debieron aceptar inscribir candidatos que poco y nada tenían que ver con sus principios pero que sumaban votos en ese momento, como el caso José Juan Rodríguez, que filosóficamente puede estar más cerca de la caverna ospinista, hijo del exdirigente conservador Gustavo Rodríguez Vargas, fundador del Movimiento Nacional, cuyas identidades son más fáciles de encontrar con Víctor Carranza que con los exalcaldes.
Eran concientes de que en sus filas no iban a estar sólo los Mockusistas con su romanticismo de cultura ciudadana, ni los fajardistas del carreto educativo como prioridad, ni los peñalosistas con sus visiones urbanas modernas aunque pasadas de eficientismo, o los luchistas con sus herencias filomamertas, mal que bien con aspiraciones transformadoras en lo social. Allí llegaron los que se reubicaban y aunque tenían cierta distancia con los caciques de la clase política tradicional no lograron hacer lo mismo respecto de sus prácticas; o los políticos que no habían logrado espacio en sus partidos y encontraron la forma de hacerse a un aval para ejercer lo único que saben hacer, politiquería y clientelismo.
Allí llegaron políticos típicos representados por líderes aparentemente nuevos pero que en esencia no hacen parte de ese ensueño transformador que se manifestó en la Ola Verde. Por eso Alonso Salazar, que representa el fajardismo, puso sus condiciones cuando algunos verdes lo buscaron para que fuera el nuevo jefe y vocero del partido, en sana intención de rescatar a Fajardo y de salvar el umbral. Pero por eso también era insostenible esa alianza si no fuera a condición de que los que controlan el partido renunciaran aunque fuera parcialmente a controlarlo. Si no, qué gracia tenía,¿qué iba a hacer Fajardo haciéndole fila a Carlos Ramón Gonzáles cuando tiene todo un prestigio ganado por no hacerle cola a nadie?
Es completamente comprensible que el exalcalde Salazar se haya echado para atrás porque también era predecible que no le hayan cumplido los dueños del partido. Ellos le quieren poner las condiciones porque no les importa el futuro del partido, les interesa el poder a toda costa. A otros les interesan solo las cuotas burocráticas como la de Colciencias, así sea a costa de terminar por fuera del partido y con perspectivas ministeriales en las filas reeleccionistas de Santos. Salazar tendrá que decirles enfáticamente: o piensan en Colombia o se mueren como partido, o piensan en la paz o se mueren como umbral, o piensan con grandeza o ni siquiera como aliados le servirán a Santos, porque ante lo que les exige hoy la patria y la paz, por sus mezquindades quedarán borrados del mapa y de los sueños de reconstruir la nueva Colombia. A Santos y a la paz les convendría un vibrante Verde. Si se apaga la ola verde pierde fuerza la alianza para la paz y desaparece el partido.
Verdes: Patria o muerte
Jue, 01/08/2013 - 01:03
Lo que demuestran cada día más los integrantes de la cúpula del Partido Verde es que les quedó grande el llamado que le hicieron las circunstancias