A pesar de haber sido bautizada en una iglesia Episcopal cuando aún no podía decidir por mí misma, nunca he creído en Dios. Cuando era una niña me fue imposible creer en algo que no pudiera tocar. Mientras nos estaban preparando para tomar la Primera Comunión en el colegio, en Montevideo, el cura dijo que debíamos hacer una fila para ir pasando, uno a uno, a tomar la comunión, luego caminábamos detrás del atrio y ya. Lo hizo sonar como si la Comunión para la que tanto nos preparaban se tomaba en cuestión de un minuto y le pregunté, burlándome: “¿Tan rápido?”. El viejito respondió lanzándome el borrador de madera del tablero, que esquivé evitando que me pegara en la cabeza. Su reacción fue suficiente para que a mis nueve años decidiera que no tomaría la Comunión y no volvería a participar de las clases de Religión. Fui la primera alumna de la historia del colegio eximida de la clase de Religión y cuando mis compañeros aprendían que Jesús caminaba sobre el agua y el diablo fritaba pecadores en el infierno, yo me sentaba en mi escritorio en silencio y hacía las tareas de otras materias.
Mi viejo, de mamá Católica y papá originalmente judío que se convirtió al Luteranismo para esconderse de los nazis, tampoco creía en Dios. Mi vieja, criada en una familia bogotana católica, se convirtió a una religión protestante cuando conoció a unos misioneros americanos que le lavaron el cerebro y desde entonces comenzó a presionarnos a mi viejo, mi hermano y a mí, para que creyéramos como lo hacía ella. El efecto fue el contrario, y yo le cogí fobia a Dios.
Pero mi vieja se demoraría más de una década en comprender que de nada servía presionarnos con su fiebre religiosa y continuó insistiendo en que yo debía leer la Biblia que me había regalado, pues Dios me hablaría a través de ella. Entonces me sentaba en el piso con las rodillas dobladas, la Biblia sobre las piernas y un esfero rosado con el que subrayaba las frases que de alguna manera se relacionaban con lo que estaba sintiendo en el momento. Fui una adolescente en gran parte solitaria, me odiaba a mí misma, pensaba en las opciones que tenía para matarme dentro de mi casa y comía dulces como buscando la diabetes. Llené las hojas de esa Biblia de tinta rosada pero Dios no hizo más sino ignorarme.
A mis 35 años aún no creo en Dios, y no creo en nada. En nada más. Nunca he sentido su presencia, y mucho menos su amor. En los momentos en que he necesitado una ayuda sobrenatural, me he resignado a padecer y sentirme viva. Me digo a mí misma: “Mientras haya dolor significa que estoy viva”. Jamás se me ha ocurrido pedirle ayuda a Dios. Si no lo hago en las buenas, menos lo haré en las malas. Me convertí en una persona pragmática y escéptica, y bordeando en lo indolente. Entiendo que el ser humano sufre porque es un animal y cuando me siento menos generosa entiendo que sufrimos porque somos bacterias dedicadas a acabar la tierra en que vivimos y a nosotros mismos.
¿El cáncer de mi mamá? Normal. ¿Mi gran amigo VIH+? Normal. ¿Mi artritis degenerativa en la columna? Normal. Porque como humanos somos vulnerables, somos una bolsa de piel que guarda carne y huesos. Somos animales, bacterias. Y así es como las noticias más agobiantes me aplastan haciéndome sentir insignificante y las asumo con la cabeza en alto, a ver qué tiene solución para aprender a vivir con aquello que no se puede arreglar. ¿Pero pedirle ayuda a un Dios en el que no creo? No llevo eso en el corazón.
Sumergida en este océano apático llegué hasta el culto milagroso del pastor Gustavo Páez en la Iglesia Centro de Alabanza Oasis, de la mano de alguien que ya me había hablado de su iglesia, una muy parecida al tipo de iglesias que ha frecuentado mi mamá durante los últimos 20 años, que más bien parecen sectas. Me había contado sobre los milagros del pastor Páez, de cómo una mujer había vomitado clavos luego de que el pastor le quitara un demonio del alma y otro par de escenas tan increíbles como macabras. Entonces resolví asistir al culto para escribir una crónica milagrosa. Llegué con las esperanzas de que Páez verdaderamente tuviera poderes especiales que quizá podrían curar mi artritis degenerativa.
Cuando llegamos al galpón que hace las veces de templo, el culto ya había comenzado. Un ejército de sillas Rimax ordenadas en filas perfectamente alineadas. Solo las primeras diez filas estaban ocupadas por un grupo de gente que a simple vista parecía de origen humilde y luego supe que se trataba, en su mayoría, de comerciantes cuyos ingresos nada tienen de humilde. Al frente, sobre un escenario, había 5 pantallas grandes de televisión en donde se podía ver a una mujer alabando a Dios con cantos, vestida con una blusa escotada, plataformas muy altas y brillantes y jeans apretados. La única imagen religiosa que había era un árbol de Navidad que me sorprendió encontrar en un lugar que no utiliza imágenes religiosas por preciarse de no adorar objetos como lo hace la Iglesia Católica. Más adelante el pastor se referiría al árbol y contaría que alguien cuestionó su presencia asegurando que se trataba de “Un árbol del diablo”; alguien que quedaría sin palabras cuando el pastor le respondió, “No, no, es un árbol de plástico”.
La mujer siguió cantando acompañada de una banda de músicos, y el público, con los ojos cerrados, y los brazos alzados con las manos extendidas hacia el cielo. La gente comenzó a llorar con un inmenso dolor que fue impregnando el ambiente ensordecido por la música de unos parlantes enormes que aullaban alabanzas de sonidos contemporáneos a los que mi mamá ya me había acostumbrado con el radio de la cocina.
Me dediqué a observar a una mujer que no tendría más de veinte años, la que lloraba con más ganas y que aparentemente sufría con más intensidad. Comencé a preguntarme cuál sería el tremendo dolor que le torturaba el alma y a observar que su llanto venía mezclado de esperanza. Esta mujer levantaba los brazos y con la parte de afuera de las manos se secaba los mocos que le escurrían. Lloraba, inmensamente triste, pero con el aparente convencimiento de que su dolor estaba en manos de otro, de Dios. Y así, sin entender el porqué, comencé a llorar yo también. Pero mi llanto era diferente. Mis lágrimas venían vacías, sin esperanza.
El culto avanzó a pesar de mi desasosiego. Adelante pasó una mujer animando a los presentes a dar el diezmo, y luego llegó el pastor Páez advirtiendo de que esa noche haría una locura profética. Comenzó a observar al público, como pescando entre la gente. Se acercó a algunas personas y comenzó a adivinar lo que los aquejaba. Algunas cayeron al suelo luego de que el pastor les puso las manos sobre la frente, siendo atajados por otros miembros de la iglesia cuya función parecía evitar que se rompieran la nuca cuando aterrizaran en el suelo. Luego pasó una madre con su niño, el pastor oró por él y luego ella le sacó zapatos y medias para mostrarle al público que la oración de Páez había sido efectiva y que su hijo ya no tenía pies planos.
Y así siguieron pasando personas al frente a dar su testimonio milagroso, y el pastor continuó adivinando desgracias ajenas. Luego se acercó a mí, puso ambas manos sobre mis hombros, me miró con ojos dulces y me abrazó. Y yo volví a llorar. Entonces me dijo que tuviera cuidado, que había un John, o un Juan, o un José en mi vida que no quería nada bueno para mí. También dijo que en menos de treinta días comenzarían a suceder grandes cosas en mi vida. Dijo que llegaría un gran amor, más grande que todos los anteriores, y agregó que tendría un bebé con ese hombre maravilloso. A mi lado la gente lloraba con intenso sufrimiento y al mismo tiempo llenos de fe, como si ese terrible dolor ya no estuviera en sus manos. Y yo volví a llorar, pero entonces ya entendía mi dolor.
Lloré porque por primera vez en la vida fui consciente de lo que significa vivir sin creer en nada, en absolutamente nada. Ni mierda. Lloré porque me comparé con toda esa gente que vive más liviano porque entregan el peso del alma a un Dios que promete sanar los corazones rotos. Lloré porque me sentí vacía, porque entendí que es, precisamente, esa falta de fe la que hace que me sienta vacía. Y sin embargo, no por comprender que a otros los hace felices su fe entonces comenzaré a creer en un Dios que me es ajeno.
Nada de lo que vi en el culto del pastor Páez podría considerarse un acontecimiento sobrenatural. Sus supuestos milagros podrían haber sido arreglados con anterioridad. Me quedé sin crónica milagrosa y en su lugar ahora soy más consciente que nunca del vacío que significa una vida en la que no se cree en Dios.
Cuando me muera, los gusanos se comerán aquellos órganos que por su pésimo estado no pueda donar. ¿Y después? Después nada.
@Virginia_Mayer
¿Y yo por qué lloré?
Jue, 26/12/2013 - 13:23
A pesar de haber sido bautizada en una iglesia Episcopal cuando aún no podía decidir por mí misma, nunca he creído en Dios. Cuando era una niña me fue imposible creer en algo que no pudiera tocar