Bob Dylan y los talibanes

Leo en la prensa europea y norteamericana –-algún periódico lo lleva incluso a la primera página–- que una venerable anciana de casi setenta años, denuncia a Bob Dylan por haberle metido mano hace más de medio siglo. Lo leo el mismo día en que los talibanes han ganado la guerra en Afganistán, y con su triunfo es previsible la conversión de las mujeres afganas en objetos menos respetables que un mueble doméstico. Ustedes me dirán que no es extrapolable y que qué tiene que ver lo uno con lo otro. 

Occidente, porque Estados Unidos es Occidente y representa a lo que llamamos así en todo el mundo, ha perdido una guerra más. Ahora corren ríos de tinta de análisis y proyecciones –-yo mismo estoy cayendo aquí en esa tentación–-, pero no deja de ser paradójico que mientras los perdedores de esta guerra vivíamos pendientes del me too, el lenguaje inclusivo, la distribución paritaria de puestos gubernamentales, la elevación a los cielos de las feministas históricas y demás zarandajas, en el centro de Asia estuviese incubando otro califato degradante para la mitad de su población; la misma a la que pretendemos defender por aquí con fórmulas inútiles e insulsas, cuando no completamente cretinas.

Aunque se han comprometido a formar un Gobierno respetuoso con las mujeres —siempre y cuando se acojan a las normas de la sharía o ley islámica, lo cual no deja de ser un aviso para ingenuos— la mayoría de los analistas temen que las cosas no han cambiado mucho en estos veinte años que han estado apartados del poder, y que su objetivo es implantar el Islam tal como ellos lo conciben, no desarrollar un país moderno. El líder supremo Mawlawi Hibtullah Akhundzada, “comandante de los fieles”, fue asesor del fundador de los talibanes y el mulá Abdul Ghani Baradar, otro cofundador del movimiento, es el jefe político y podría convertirse en el próximo presidente.

En Europa y hasta en Estados Unidos se están apresurando a decir que habrá que dialogar con ellos, si se comportan de verdad como buenos muchachos. El escenario afgano siempre ha sido un mundo inaprensible para la mentalidad de los ocupantes; rusos y norteamericanos nunca supieron dónde se habían metido, y parece que siguen sin enterarse. El Gobierno talibán de hoy podría asemejarse al del oscuro régimen de la década de 1990. Entonces los derechos de las mujeres eran prácticamente inexistentes y las penas por delitos incluían las ejecuciones públicas.

“El Islam siempre ha tenido una importancia fundamental para los afganos corrientes —dice Ahmed Rashid, uno de los mejores analistas y conocedores de aquel avispero—. “Ha sido la base para la unidad de los pueblos diversos y multiétnicos de Afganistán. Rico o pobre, comunista, rey o muyahidín importa poco… Los ministros comunistas rezaban en sus despachos. Los guerreros muyahidín interrumpían la lucha para rezar… Pero ningún afgano puede insistir en que el musulmán que está a su lado rece también. Tradicionalmente, el Islam ha sido muy tolerante en Afganistán, hacia otras sectas musulmanas y otras religiones y estilos de vida modernos”.

Pero después de 1992, la brutal guerra civil destruyó la antigua tolerancia y el consenso que caracterizaban a estas gentes; dividió a las sectas y los grupos islámicos de un modo inimaginable antes para los afganos corrientes. “El factor unificador del Islam se ha convertido en un arma letal en manos de los extremistas, una fuerza de división, fragmentación y enrome sangría”, sigue diciendo Rashid. “La interpretación que hacen los talibán del Islam, la yihad y la transformación social son una anomalía en Afganistán”.

De modo que por qué pensar que han cambiado, que hoy son otra cosa. Ya dos días después del triunfo tenemos las primeras señales de lo que viene: han prohibido a las mujeres enseñar a los niños. Qué más queremos para ver el futuro. En los años 90 prohibieron los televisores, los vídeos, impusieron castigos tales como la lapidación y la amputación de miembros, mataron a practicantes de otras religiones y obligaron a la gente, sobre todo a las mujeres, a adaptarse el código indumentario y su forma de vida: los hombres a no afeitarse y las mujeres bien tapaditas o enfundadas en una burkha.

Después de cada derrota militar, la práctica talibán ha sido aplicar con mayor brutalidad su política de discriminación sexual, basándose en la creencia de que unas medidas más duras contra las mujeres mantendrían alta la moral de los soldados derrotados. Y a cada victoria hacían lo mismo, porque era preciso mostrar a las poblaciones recién conquistadas el poderío talibán ensañándose con las mujeres.

Como ocurrió en 1989, tras la retirada de las tropas soviéticas, pronto Afganistán desaparecerá de las pantallas de radar de la atención mundial y las mujeres de aquel martirizado país quedarán a merced del Departamento de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, también llamado Departamento de Observancia Religiosa; cuyos policías, provistos de palos y látigos, les prohibirán maquillarse, usar ropa elegante, joyas o bisutería, calzar zapatos de tacón alto o hacer ruido al andar. Para los talibanes, Kabul, una ciudad en donde casi la mitad de las mujeres trabaja, es un antro de iniquidad poco menos que Sodoma y Gomorra.

Y entre tanto nosotros, en Occidente, seguiremos con nuestros pequeños dramas igualitarios, diligentes empoderamientos femeninos y puntilloso lenguaje inclusivo. Y no nos parezca raro si vemos uno de estos días a Bob Dylan respondiendo ante un juez por aquel lejano abejorreo; y a la Academia Sueca despojándolo por tal razón, de su extraño premio Nobel de Literatura. 

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