El gobierno de Gustavo Petro llegó al poder con la promesa de un cambio estructural, pero lo que ha entregado hasta ahora ha sido un espectáculo político donde la gestión pública ha sido reducida a una narrativa mediática que busca generar impacto en redes sociales y polarizar el debate.
En lugar de cimentar un modelo de gobierno basado en la eficacia y la solidez institucional, ha preferido convertir cada decisión administrativa en una obra de teatro con guion predecible: los villanos de siempre, los traidores de turno y, por supuesto, un presidente que nunca es responsable de nada. La gestión se ha reducido a la construcción de una historia donde el principal objetivo no es resolver problemas, sino alimentar un relato de confrontación constante. Asumir responsabilidades es un lujo innecesario cuando se puede culpar a otros actores y hacer de cada crisis una excusa para reafirmar el eterno victimismo gubernamental. Pero claro, la gobernabilidad se construye con discursos, no con resultados, ¿o no?
Mientras tanto, la institucionalidad, en lugar de ser el pilar sobre el cual se diseñan y ejecutan presupuestos y políticas públicas, ha sido reducida a una herramienta para la narrativa gubernamental. No importa que la ejecución presupuestal sea un desastre o que las políticas no se concreten, lo relevante es que la historia siga fluyendo y que la audiencia, es decir, los ciudadanos, permanezcan enganchados a esta tragicomedia de improvisación y culpas ajenas. Esta teatralización de la administración no solo deteriora la credibilidad del gobierno ante la ciudadanía, sino que también erosiona peligrosamente la estabilidad democrática.
La toma de decisiones no responde a las necesidades del país, sino a la conveniencia de mantener viva la confrontación política. Y así, entre discursos grandilocuentes y acusaciones recicladas, se pone en duda la sostenibilidad de este modelo de gobernanza y sus consecuencias a mediano y largo plazo para la institucionalidad colombiana. Pero no hay que alarmarse, seguramente el próximo acto traerá un nuevo culpable y un nuevo giro en la trama.
Basta con analizar un poco las cifras y los datos hasta el momento, este gobierno ha enfrentado críticas por la baja ejecución presupuestal en varias de sus carteras. Según datos del Ministerio de Hacienda, en 2024 se redujo el presupuesto en $28,3 billones, pasando de $502 billones a $475,2 billones, con el objetivo de cumplir con la Regla Fiscal de ese año. A pesar de estos ajustes, la ejecución presupuestal fue la más baja desde que se tiene registro, alcanzando solo el 80,8% de los recursos comprometidos, con una notable lentitud en la inversión. Ministerios clave, como el de la Igualdad, apenas ejecutaron el 2,4% de su presupuesto, lo que ha generado cuestionamientos sobre la eficiencia y eficacia en la gestión de los recursos públicos.
Además de la baja ejecución presupuestal, el gobierno ha experimentado constantes cambios en su gabinete, lo que ha afectado la estabilidad y continuidad de sus políticas. En los primeros 22 meses de la administración, se registraron 17 cambios ministeriales, evidenciando una alta rotación en posiciones clave. Recientemente, del director del Departamento Administrativo de la Presidencia, tras solo una semana en el cargo, del ministro de cultura y la polémica designación de Armando Benedetti como jefe de Despacho Presidencial, han generado tensiones internas y críticas externas. Estas situaciones han contribuido a una disminución en la credibilidad del gobierno y una pérdida de confianza por parte de la ciudadanía, reflejada en encuestas que muestran una creciente desaprobación de la gestión.
Ahora bien, el reciente consejo de ministros televisado fue la muestra más clara de la falta de cohesión interna en el gobierno Petro. Lo que en principio se anunció como un ejercicio de transparencia terminó siendo una exposición de debilidades. Ministros que llegan tarde, enfrentamientos abiertos y la constante excusa de que los problemas del país se deben a la "traición" de ciertos funcionarios muestran que la administración no tiene control sobre su propia maquinaria. Esto no fue solo un show fallido, fue el primer gran acto político de un gobierno que ha decidido convertir el caos en su estrategia.
Cabe mencionar que la llegada de Armando Benedetti como jefe de gabinete no es, por supuesto, una decisión espontánea ni un golpe de suerte. No, esto es una obra maestra de la ingeniería política en la que la experiencia se mezcla con el historial judicial, creando el equilibrio perfecto entre pericia y polémica. Petro, en su infinita sabiduría, ha decidido que la mejor manera de estabilizar su gobierno es entregarle las riendas a un estratega cuya trayectoria es un compendio de investigaciones y escándalos. Porque, claro, ¿quién mejor para manejar una crisis que alguien que vive en una permanente?
Benedetti no es un simple funcionario; es un genio de la política, alguien que sabe mover hilos con la misma destreza con la que esquiva cuestionamientos. Su llegada no solo busca contener el incendio dentro del gobierno, sino también moldear la narrativa mediática con la precisión quirúrgica de quien entiende que la verdad es un concepto maleable. Pero, como todo en este gobierno, cada solución trae consigo una nueva contradicción: mientras se pregona la transparencia, se ficha a alguien que ha navegado con destreza por las aguas turbias del poder.
Y es que, detrás del caos, siempre hay cálculo político. Nada es improvisado cuando se trata de peones lineales en el tablero electoral. La exposición mediática de ciertos funcionarios y la humillación de otros no son errores, sino capítulos de una estrategia diseñada para consolidar un legado. Porque aquí no se trata solo de gobernar; se trata de escribir la historia, con tintes épicos para unos y de tragicomedia para otros. En este ajedrez del poder, la pregunta no es quién ganará, sino cuántas piezas quedarán en pie cuando termine la partida.
Como se mencionó anteriormente, uno de los patrones recurrentes en este gobierno es la estrategia de trasladar la responsabilidad a terceros. Petro ha evitado asumir su papel como jefe de Estado y, en cambio, ha optado por culpar a los ministros por las fallas en la administración. En el consejo de ministros quedó en evidencia que la falta de gerencia no es un problema de ciertos funcionarios, sino del liderazgo en la cúpula del Ejecutivo. La idea de que "no fui yo, fue el resto" solo debilita la imagen presidencial y profundiza la fractura interna.
El gobierno Petro ha convertido la gestión pública en un reality show. Cada movimiento, cada pelea de ministros y cada drama interno es proyectado como una narrativa mediática que sirve más para distraer que para gobernar. El problema no es solo la imagen que se proyecta, sino el impacto que esto tiene en la institucionalidad. Mientras el gobierno se enfrasca en sus conflictos internos, el país enfrenta problemas críticos que no están siendo atendidos con la seriedad que requieren.
En tal sentido, Petro cayó en la trampa del populismo, recurriendo constantemente a grandes discursos y promesas altisonantes, pero sin presentar soluciones viables a los problemas del país. Gobernar no es solo hablar desde el atril y lanzar acusaciones a sus opositores; requiere una planificación detallada y una ejecución efectiva de políticas. Sin embargo, su falta de resultados concretos ha llevado a un desgaste político acelerado.
Finalmente, este gobierno nos deja una lección clara: no basta con promesas de transformación, se necesitan resultados concretos. El deterioro de la democracia y la teatralización de la política no pueden ser normalizados. Es hora de exigir más, de cuestionar a quienes venden humo y de buscar liderazgos que entiendan que el gobierno es un ejercicio de responsabilidad, no un escenario para la autopromoción.