Muy respetuosamente y manifestándole su admiración, Abelardo de la Espriella mandó a freír espárragos a Álvaro Uribe. Cómo me habría gustado que Óscar Iván Zuluaga, en su momento, hubiese hecho lo mismo, demostrando una independencia que Abelardo tiene, ejerce y hace respetar, y que el frustrado candidato del Centro Democrático, como quedó tristemente demostrado, no tuvo —para desgracia del país—.
En el momento en que Óscar Iván renunció a su aspiración presidencial, con pretextos baladíes, presentí que quedaba abierta la presidencia a un mamarracho que en ninguna otra circunstancia lo habría conseguido. Los astros se desalinearon, propiciando así la tragedia que hemos venido padeciendo durante estos años desastrosos de un gobierno inoperante vergonzosamente caracterizado por una corrupción sin pudor, una improvisación criminal, una vulgaridad elevada a política de Estado. Un gobierno que pasarán los años y seguirá oliendo muy, pero muy mal.
Abelardo no cae bien. No necesita caer bien. Su forma de ser incomoda, irrita, despierta prevenciones. Que nos guste o no es una cosa muy distinta a que nos sintamos cercanos a sus propuestas. Sus adversarios políticos pretenden descalificarlo por su peculiar manera de ser y por algunos asuntos de su pasado como penalista exitoso. No deja de ser admirable la forma como capotea las críticas, dejando a sus contradictores mal parados, como lo demuestran los pobres resultados de sus campañas en su contra. Y cuando se trata de periodistas que han intentado arrinconarlo, con la habilidad de un jurista les ha dado sopa y seco.
En una ocasión, en casa de Gloria Zea, vi por primera vez a Abelardo de la Espriella. Mi hija me preguntó quién era y le respondí que se decía de él que era un abogado fantoche que había hecho mucha plata defendiendo paramilitares. Si en ese momento me hubiesen dicho que aquel personaje podría aspirar a la presidencia, me habría dado un ataque de risa. Cuando hace unos meses supe que su bufete había defendido a Saab, me pareció algo imperdonable. Luego me enteré de que era un entusiasta coleccionista de arte, comprador en cantidades de obras de colegas de izquierda; entonces pensé que se cumplía el dicho: Dios los hace y el diablo los junta.
Pero cuando propuso la creación de un grupo de defensores de la patria, empecé a verle el lado bueno a Abelardo. Pregunté a personas que podrían aclararme si era de confianza, y un amigo me dijo: “Es un mal tipo”. Aun así, como con un grupo veníamos trabajando el tema de proteger las elecciones, me pareció que la convocatoria de Abelardo encajaba dentro de esa intención, sobre todo después de la amarga experiencia del fraude electoral pasado y del temor de que vuelvan a robárselas. En ese contexto, hacer algo como lo que hizo la valerosa María Corina me pareció no solo válido, sino necesario.
He confesado aquí mis reservas frente a Abelardo. Pero también confieso que hoy es el candidato que mejor encarna lo que, desde la derecha, entiendo como un buen gobierno. La alianza con Salvación Nacional, encabezada por Enrique Gómez, introduce un factor de seriedad que da un respiro. Las listas al Congreso dirán mucho. Pero hay una verdad incómoda que nadie quiere decir en voz alta: si Abelardo gana, no tiene garantizado el respaldo del Centro Democrático. Y eso no es un detalle menor: es una advertencia.
Ojalá el curtido Álvaro Uribe no vuelva a defraudar a los millones de uribistas —entre los que me incluyo, como también el propio Abelardo— con una nueva embarrada, y muy pronto apoye la candidatura ganadora, aceptándole la propuesta de ser su fórmula vicepresidencial.
