Para entender las razones de por qué Colombia abrazó un problema que no tenía —convertirse en el mayor suministrador de cocaína del mundo, sin ser precisamente un gran productor de hoja de coca— hay que tener presente ciertas condiciones geopolíticas. La primera, el abandono de su litoral.
Simón Bolívar soñó para este país una capital que no era Bogotá. Se habría llamado Las Casas y debería estar situada en la península de La Guajira, en una mágica ensenada que hoy se conoce como San José de Bahía Honda. Argumentó Bolívar en la Carta de Jamaica las razones para elegir tal sitio, pensando en un punto casi equidistante de las tres grandes capitales que entonces daban cara al mar Caribe: La Habana, Veracruz y Caracas.
Los criollos neogranadinos no le hicieron caso, y dejaron la capital en ese páramo lejano y frío, en donde hoy permanece. Allí quedó la aristocracia colombiana, hablando de gramática y tomando chocolate caliente. Puestos a imaginar ucronías, otra habría sido la suerte de este país si su capital se asomase al mar, esa masa de agua extraña que su élite se preciaba de ignorar. Hasta un istmo con dos océanos le regalaron ufanos y displicentes a Norteamérica.
Así, el Pacífico colombiano tiene hoy estándares de abandono y pobreza equivalentes al más miserable de los países africanos; y la costa Caribe, con la tradicional ausencia del Estado, ha sido desde siempre por esa razón una engrasada plataforma de contrabando. Con la península de La Guajira, allí donde el ilustre caraqueño soñó su capital, convertida en punta de lanza de todo tráfico ilegal. Para la población guajira, muy diferente al resto de Colombia, el contrabando no es un delito, es un “derecho”.
Y cuando el mercado, el sacrosanto dios que domina nuestras vidas, demandó en Estados Unidos la marihuana que México ya no podía vender porque iba bañada en paraquat, como vimos en la entrada anterior, La Guajira dijo: Presente. No es cierto, como algunos agentes oficiales han querido difundir, que fueron los norteamericanos los introductores de la marihuana en esa península colombiana; hay indicios de existencia de la yerba para el reducido consumo nacional desde 1925.
La llamada “bonanza marimbera” que supuso el cultivo de marihuana en esa apartada región colombiana, se convirtió también en el motor de una criminalidad legendaria y bien conocida de todos. La Guajira no solo fue la suministradora en el mercado norteamericano de yerba de alta cualidad, sino que se convirtió también en el centro de atracción de comerciantes siriolibaneses, palestinos y antioqueños en busca de opciones económicas a partir del contrabando de yerba y lavado de dinero.
Era la época en que incluso desde las más altas instancias del Estado se consideraba el consumo un “problema norteamericano; una cosa de los gringos, que son unos viciosos”. Y como “esa platica” le venía muy bien al país, el Banco de la República se puso a disposición de quien lo necesitara, para legalizar el dinero que producía la yerba. Ahí tenía la cocaína, que ya estaba entrando al mercado, un lugar en donde limpiar también el pecado original de su dinero, la llamada “ventanilla siniestra”.
Hasta cuarenta mil hectáreas sembradas de marihuana llegó a tener Colombia en la década de los años 70. Pero, cuando el interés de los consumidores estaba cambiando hacia la cocaína, un acontecimiento político en la región cambió el destino del país: el golpe de Estado en Chile de Augusto Pinochet contra Salvador Allende.
Porque el origen del comercio mundial de cocaína no son los carteles mexicanos, ni los colombianos; ni tampoco está en Perú, como podría pensarse. Fue en Chile en donde nacieron los primeros grupos dedicados al comercio mundial de esa droga, cuyo nicho comercial eran ejecutivos estadounidenses y europeos.
Un nutrido clan de chilenos de origen sirio-libanés, la familia Huasaff, que se movían entre Cochabamba, en Bolivia, y Valparaíso, en Chile, fueron los pioneros en la exportación ilegal de cocaína en el mercado internacional desde finales de la década de los años 40 del siglo pasado.
En colaboración con la DEA, Pinochet reprimió duramente la industria de la cocaína en Chile, diciendo que ésta estaba en manos de los socialistas, que era un asunto subversivo, etcétera, etcétera. Y este fue el impulso para que Colombia, un país con gobiernos débiles y permisivos (López y Turbay), rodeado de regímenes represivos en Brasil, Argentina y Chile, empezara a producir el alcaloide.
Los colombianos empezaron como intermediarios de los chilenos, pero pronto se hicieron con el negocio. Y ante la lluvia abundante de dinero que llegaba de la droga, la sociedad colombiana, toda la sociedad colombiana, hizo un pacto con el diablo. Y el diablo le pasó la factura.