La confesión de Virginia: también me gustan las mujeres.

Vie, 10/12/2010 - 14:50
Para empezar, quiero pedirle perdón a mis viejos, porque voy a ser una cerda. También quiero pedirles, a mis viejos, que no sigan leyendo.

Para empezar, quiero pedirle perdón a mis viejos, porque voy a ser una cerda. También quiero pedirles, a mis viejos, que no sigan leyendo.

Si yo tuviera que ser mayonesa, no querría ser mayonesa, querría ser una yema de huevo, una cucharita de sal, dos cucharadas del jugo de un limón y una de vinagre, y por último, una taza de aceite (o mantequilla, o margarina, y hágale a esa mayonesa). No me pregunten si soy lesbiana, yo no soy lesbiana, yo soy Virginia. Tampoco me digan, ¡ah!, entonces es bisexual; soy Virginia Mayer. A mí no me etiqueten, que yo veré si me etiqueto a mí misma. Y si me etiqueto no voy a ser ni lesbiana, ni bisexual, voy a ser color, yo quiero ser color. Y no, tampoco voy a elegir un color, porque me gustan todos. Me gusta el negro, el azul, el rojo, el naranja. Todos al tiempo, todos juntos. No me etiqueten, yo no soy, y no quiero ser una cosa. Así es que me gustan los hombres, y también me gustan las mujeres. Esto no me lo inventé, no lo cree, esto ES.

Me gustaron los hombres porque tocaba, ¿qué más me iba a gustar? No había más opciones. Yo me crié en una burbuja hermética, clasista y conservadora. No se hablaba del homosexualismo, no porque fuera tabú, sino porque no existía. Así, no existía. ¡Claro que existía! ¿A quien estamos engañando? En todas las familias hay un marica. También hay lesbas, pero en la gran mayoría de los casos le es mucho más fácil esconder su homosexualidad a una mujer. Punto.

Me gustaban los hombres y me gustaban sus besos, me gustaban más si tenían aliento a Marlboro. Todavía me gustan, me muero cuando después de chupetearme a un man, la barba recién crecida me raya la cara y me queda doliendo. Me excita el perfume de hombre, en particular el Eternity, de Calvin Klein. Y vuelvo a morirme si lo tiene puesto una mujer.

Yo siempre llegué tarde a todo. A los dieciocho años, cuando le di mi primer beso con lengua a un hombre. Antes no había habido ningún tipo de beso. Mi primo dice que me di besos con el triple papasito de su primo, pero yo no me acuerdo, así que no cuenta. Ya mis amigas se habían comido al primer tipo. Tres años más tarde, cuando me comí al primero, mis amigas iban por el segundo ‒todas unas chicas regias de Montevideo, Uruguay‒. En mi caso no hubo romance, ni hubo misterio, yo me comí al man porque me jarte de seguir esperando a un príncipe azul que no iba a llegar nunca. Ese caballo venía con esclerosis múltiple. Me aburrí de ser virgen otra noche más y me lo comí. Más adelante, en la vida, entendí que el fulano ‒el personaje que estaba haciendo la tesis con el hermano mayor de mi mejor amiga‒ no era superdotado en el tamaño de su pene. El hombre estaba bien, y supongo que haría magia cuando estaba inspirado, pero ahí el problema fue que yo no estaba inspirada. Yo, la fuente, y receptáculo para este fulano. Le pregunté si ya lo había metido todo cuando ya lo había metido todo, y cuando terminó ‒me voy a reservar los detalles temporales‒ le pedí que se quitara de encima mío y me senté en la cama, cubierta con las sábanas hasta el cuello, a esperar a que se largara.

‒¿Por qué no sangraste, si dijiste que eras virgen? ‒preguntó. Yo fruncí el ceño y así se me elevaron los pómulos.

‒¿Tú no eras virgen? ‒preguntó de nuevo mientras se vestía. Terminó y me miró con la gorra en la mano. Hizo otra pregunta‒. ¿Nos vamos a volver a ver?

‒Yo estaba esperando que te fueras sin pedirme el teléfono ‒respondí. Si te he visto, no me acuerdo. Fin.

Después seguí besando sapos, y me comí a algunos cuantos, nada especial, y sólo uno, Parham, un judío iraní, que valga la pena recordar. Mientras todo pasaba yo seguía apreciando a las chicas de una manera más pasional, y más intensa. Aún hoy me llama la atención que no me hubiera dado cuenta que el interés era atracción, que no, que así no sienten todas las mujeres con respecto a otras mujeres.

Un día después de una maratón de besos en la camioneta de mi amigo Santiago, íbamos por la Autopista Norte hacia el sur, en Bogotá. Todavía oigo las raquetas bailando en el baúl del carro, y este hombre comenzó a hablar y hablar y hablar de esta fulaneca, hermosa-espectacular, estrella del tennis, supuesta bisexual. Hablaba y hablaba de ella, encantado. La había conocido jugando tennis en el club y quería saber si yo la conocía, porque estábamos en la misma facultad en la universidad. Yo no tenía ni idea que ella existía, pero Santiago me la plantó en la cabeza como semilla de árbol. Así es que la busqué y la encontré, y cuando la vi bien entendí de que hablaba Santiago. Esta mujer era increíble, era categoría hada, como de sueño de amor. Entonces me trague, como me tragaba cuando tenía catorce años, me obsesioné y me morí. Un día en la facultad la vi pasar, subía una loma empujando un carro que cargaba un televisor grande de esos de cola negra ‒en esa época la pantalla plana era para los ricos, los muy ricos‒ y un VHS. Iba para clase y yo me le fui detrás y se lo dije todo. Tunomeconocesperoyomemuerocontigo, y ya. Ella se portó bien y me abrió un campito en su vida de reina de las lesbianas de Bogotá. Nos volvimos amigas y me contó todos sus secretos, un día me invitó a que me metiera en la cama con ella y yo me congelé. Gol en contra. Satánico. Se acababa de bañar, tenía el pelo mojado y una sudadera gris, yo me morí del susto. En esa época, esta fulaneca era la reina del mundo lesbiano, hoy en día es la esposa y mamá del hijo de un pene. Esas cosas pasan, pasan todo el tiempo. Van y vienen, y vienen, y van. Es así.

Con ella entendí ‒¿y acepté?‒ que a mí también me gustan las mujeres, me fascinan. Yo me vengo tocándole los huesos de la cadera a una vieja. Me puedo morir ‒a mí la muerte me viene muy fácil‒. También me encantan las manos de un hombre, y sus canas ‒me muero de ganas de un catano, cuarentón o cincuentón‒. Cuando miro un desfile de Victoria’s Secret me olvido de las tetas, que en general no son gran cosa ‒a menos que esto sea un asunto muy fuerte‒ y me concentro en esos vientres planos y me muero. Me muero. Estos mujerones me hipnotizan, ¿a quién no? Pero la mujer que más me gusta es andrógina, es claro que es mujer pero tiene, por encima de todo, un aire muy masculino. Cabeza rapada, o corte a lo Justin Bieber ‒lo acepto‒. Ropa de hombre y cara de brava. Los hombres me gustan hiperactivos y agresivos, serios y malhumorados, mandones e intelectuales, y que no le tengan alergia a los condones.

Que venga lo que venga, que ya veré yo. No hay afán de elegir, no hay necesidad. Así me la he pasado, obsesionándome y enamorándome de penes y vaginas, rompiendo corazones y muriendo, un poquito todos los días.

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