Gracias al amarillismo

Jue, 21/06/2012 - 01:03
Gracias al amarillismo, las historias de Rosa Elvira Cely y Luis Andrés Colmenares se convirtieron en importantes y necesarios debates sobre la violación y la traición, por no decir que sobre la so
Gracias al amarillismo, las historias de Rosa Elvira Cely y Luis Andrés Colmenares se convirtieron en importantes y necesarios debates sobre la violación y la traición, por no decir que sobre la sociedad enferma que inspira este tipo de sucesos. Sin amarillismo, Cely y Colmenares no serían los símbolos que son hoy. Definamos, primero, sensacionalismo –que acá entiendo como sinónimo de amarillismo– y usemos la fuente que nos pone a todos de acuerdo, Wikipedia: “el sensacionalismo es un tipo de sesgo editorial en los medios de comunicación donde la información se exagera para aumentar el número de audiencia. El sensacionalismo incluye la presentación de informes sobre asuntos insignificantes que no influyen a la sociedad.” Violaciones y traición hay a diario en Colombia. Pero que a Cely la empalaran por el ano y que las sospechas sobre el asesino de Colmenares involucraran a gente de su círculo social, que es la élite, hizo que estas historias fueran especiales. Y que hayan ocurrido en Bogotá, donde se escriben los medios nacionales, les dio protagonismo. Esas particularidades inéditas e irrelevantes justificaron que ambas historias dejaran de ser objeto exclusivo de la cobertura del El Espacio, donde se cubre el empalamiento, y se volvieran asunto de los medios masivos de comunicación. Ya justificadas por los medios en los que supuestamente debemos confiar –y en los que en efecto muchos confiamos– el interés por estas historias sensacionales se disparó y, como una bola de nieve, no hubo periodista o lector que las detuviera. El empalamiento y la traición en la élite son irrelevantes para los fenómenos sociales que hay detrás: la violación y el maltrato a la mujer, en la primera, y la corrupción y la violencia, en la segunda. Irrelevantes pero inéditos: es decir, elementos del periodismo amarillista. Gracias a él, se generaron debates necesarios que incluso han terminado en proyectos de ley que pretenden luchar contra este tipo de fenómenos que ocurren en esta sociedad enferma. El amarillismo cumple funciones importantes por las que vale la pena defenderlo. Y, teniendo en cuenta que es inevitable y que en El Espacio es malo y pobre, tal vez deberíamos pensar en un amarillismo mejor para Colombia, uno que haga todos los días lo que los grandes medios hicieron con Cely y Colmenares. La prensa ha sido amarillista desde que se la inventaron. Tal vez sea culpa, entonces, del que se la inventó. O puede que ver las cosas desde su punto de vista más sórdido sea una obsesión inherente al ser humano. Cualquiera la razón de su origen, después de que se generó una demanda por ese tipo de contenido, por allá en el siglo XVII, ya no hubo vuelta atrás. Alguna vez le oí a un editor que un periodista debe ser íntegro en todos sus textos, salvo en sus títulos. Los titulares de prensa tienen licencia para ser amarillistas, decía, porque si no nadie lee los textos. Si el periodismo no entretiene de alguna u otra forma –a diferencia de la academia, por ejemplo, cuyo objetivo principal no es que la lean–, es imposible que tenga un impacto. Hasta The Economist –con titulares como “El algo peligroso François Hollande”– exagera el contenido de adentro para generar sensaciones. El amarillismo, entonces, es una forma de llegarle al lector común. Gracias a él ahora hay gente que no suele estar informada sobre los temas críticos del país debatiendo con sus amigos temas como la violación y la corrupción en Colombia. Las discordias y pasiones que genera el amarillismo son una forma de generar debate y cuestionar códigos morales que pueden ser anacrónicos. El amarillismo de una portada como la de Yidis Medina en SoHo, por ejemplo, da con discusiones sobre la explotación del cuerpo femenino, por un lado, y la mojigatería de este país, por el otro. Se ha dicho de todo sobre por qué estas historias han generado tanto interés: todo, menos que son clásicas historias amarillas, llenas de rumores, detalles, sexo, traición, novela, poder, indignación, morbo. Historias amarillas que nos llevan a leer el texto hasta el final. Si tenemos que escoger entre que la gente no lea o que lea sordidez, mejor lo segundo. Pensar en una sociedad elitista es pensar en una sociedad sin amarillismo: allí, todas las publicaciones serían como El Malpensante. El amarillismo va en contra del conocimiento elitista y le da a la gente, en su propio lenguaje, la información que de verdad quiere consumir. Ahora: las connotaciones negativas del amarillismo no son en vano. El amarillismo suele estar asociado a publicaciones en las que no podemos confiar, porque su necesidad de generar sensaciones las llevan a decir mentiras, infringir patrones éticos o romper la ley, como fue el caso del difunto News of the World, periódico que chuzó a sus fuentes y sobornó a la policía. Encima, una idea tradicional del periodismo como pilar de la democracia implicaría que éste no sea amarillista, sino que los ciudadanos se informen sobre lo estrictamente real y relevante para generar consensos que abogan por el bien social. Y está la bola de nieve: cuando una historia deja de ser exclusividad de los tabloides y se riega por todos los demás medios adquiere legitimidad, porque ya no es, aunque sigue siendo, amarillista. El periodismo tiene dos opciones: o informar bien o informar mal sobre esas facetas del hombre tan repulsivas pero a la vez tan reveladoras que tanto nos gustan leer. Tal vez sea la hora de pensar que el amarillismo responsable puede ser, más bien, la solución para esta sociedad enferma. Reivindiquemos El Espacio.
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