
Cuando la puerta del ascensor se abrió y vio en el umbral la gruesa silueta de los guardaespaldas, Luis Eduardo Arango pensó que lo iban a matar –llegaba de una fiesta-, pero un escolta, en vez de apuntarle e intimidarle, le preguntó qué estaba haciendo allí, se lo quedó mirando de una extraña manera, sin decir nada. “Yo vivo acá”, dijo. Hizo todo lo posible por permanecer de pie, seguro de que si se movía el temblor en las piernas lo haría desplomarse al suelo.
— ¿Usted qué hace acá y a esta hora? —preguntó las voz fría y lenta del guardaespaldas.
“Yo vivo acá”, murmuró. “Es que vengo a ver a mi hijo que apenas nació hace una semana…”.
— Esto va contra el reglamento y la seguridad— aseveró el escolta, con cierta potestad mientras salía del vagón del elevador. Pero hoy el doctor Luis Carlos Galán no está acá sino en Medellín. Siga a ver, pero no vuelva a llegar borracho y a esta hora, por favor.
— Se lo agradezco — dijo Luis Eduardo, sacudiendo la cara para quitarse la borrachera.
Le pareció que la sangre de sus venas, detenida al ver asomar al carcelero en la puerta del ascensor de su edificio volvía a circular por su cuerpo. Una sensación idéntica a la que unas cuantas horas antes había interpretado en su papel de ‘Joe’ (un joven gánster en permanente huida, que actuó en pareja con Bruno Díaz, quien hacía de ‘Jerry’) en ‘Sugar’, la adaptación de la comedia original de Peter Stone, adaptada al cine de Hollywood en los años sesenta y que se hizo en Colombia por vez primera en el Teatro Nacional. Con este montaje se inició la era de los musicales en el teatro colombiano. “Es uno de los gozos más estimulantes que he hecho en mi carrera, lo que hizo David Stivel (su director) fue genial” me cuenta Luis Eduardo.
Dos semanas después de su primera presentación en el musical mataron a Galán en Soacha.


Conoció el teatro a los 17 años, cuando un grupo de amigos lo llevó engañado a un taller de teatro, diciéndole que iban a jugar billar.
—Bernardo era genial. Lo respetaban mucho, aunque era flaquito y todo, cuando llegaba se imponía el silencio absoluto. Guarda silencio por un momento mientras unos aviones de la Fuerza Aérea cruzan el cielo haciendo un estruendo que no dejaba escuchar nada de lo que conversábamos en el Club Italiano. Es mediodía y el sol golpea de forma arrítmica, parece que llueve y al instante se ilumina el suelo y el aire se vuelve más diáfano. Él se arregla y cambia su forma de sentarse según el cambio de clima. Cuando sopla viento se tapa con su chaqueta de cuero negra mientras ordena su pelo blanquecido, un tono que no es gris sino una suma caótica de capas negras y blancas. Lejos está la figura ocurrente de su personaje en ‘Romeo y Buseta’ o de una más dura y robusta en ‘La hija del Mariachi’ o ‘Bluff’, una de las dos películas que ha hecho, “la que más se ha gozado”, como él dice. La última vez que trabajó con Bernardo Romero Pereiro fue en la serie de televisión ‘Infierno’, en 1986, una idea del libretista sacó la luz de la pantalla chica el drama de una pareja de homosexuales enamorados. “Bernardo vivió un infierno con esa serie, fuimos señalados y nos persiguió una manada de moralistas…”, hasta que la programadora, Coestrellas, no aguantó más y la serie fue sacada del aire. El conductor dicharachero de la familia Tuta Dos años después de este descalabro Luis Eduardo Arango llegaba todos los días muy temprano al barrio Las Margaritas, en el Occidente de Bogotá, a grabar ‘Romeo y Buseta’. La comedia de televisión más querida de nuestro país junto con ‘Don Chinche’. En las dos hizo el mismo personaje, el más recordado y que se mantiene fresco en la memoria y retina de los televidentes: el busetero dicharachero con un desafiante acento paisa que usaba un gorro de su equipo del alma, el Atlético Nacional y un alegórico estribillo: “Campeones de América 1989”. — ¿Cómo así que hizo el mismo personaje en dos series distintas?, — como algunos personajes de García Márquez o Balzac que van de aquí para allá en pasajes de distintas novelas y cuentos, y no mueren ni la historia ni en la cabeza de su creador. Sonríe cuando le pregunto esto, me cuenta que la historia es sencilla y más que una decisión artística se debió a un lío entre programadoras y directivos de televisión. Pepe Sánchez inventó el personaje a finales de 1986, dos meses antes habían trabajado en ‘El Rehén’ obra con al que se inauguró el Teatro Nacional. Sánchez vio cómo hacía imitaciones de sus amigos paisas de forma graciosa, cercana a la comedia de situaciones estadounidense. En ese momento vio al personaje, lo imaginó y con su sentido de director curtido sumado a su conocimiento de los habitantes de cada región del país, Pepe Sánchez fue armando las piezas del rompecabezas de su proyecto, una comedia costumbrista con un tono burlón y humor negro, y con situaciones cotidianas de una Bogotá que movía aún entre lo urbano y lo rural.

El tango está lleno de despedidas
Un ruido metálico lo sacó de ese sueño placentero una mañana de 1968. Abrió los ojos. Su mama había entrado y le alcanzó una bandeja con la sopa de fríjoles y un pedazo de arepa que era su desayuno de todos los días. Estuvo a punto de preguntarle la hora y reclamarle, pero se contuvo porque sabía que no le contestaría. Deshizo la arepa en pedazos, los echó a la sopa y la tomó a espaciadas cucharadas. Había pasado otro día y el de ese día era el decisivo. “Mi mamá me dijo que la acompañara junto con una amiga porque quería ver a unos cantantes famosos de tango de los sesenta”. No quería ir, insistió en la poca conveniencia de su asistencia, pero sus consideraciones no sirvieron de mucho. Asistió y fue lo mejor que le pasó hasta ese día.
— ¿Qué fue lo que ocurrió?
—Vi lo que le ocurre a la gente con el tango, es una catarsis, como en el teatro—dijo emocionado, respirando en cada palabra para pronunciarla mejor—, eso eriza.
—Como espectador y cantante, lo recuerdan cuando hizo a “Jesús Abel” en ‘Quieta Margarita’.
— Así fue, cuando llegué a hacer la novela estaba más tangueado que un verraco.

Desde pequeño se sintió atraído por la música porteña de manos de su madre. Hoy canta en un bar de Bogotá junto con sus amigos.
De casualidades está hecha la vida. En el 2004 viajó hasta Buenos Aires para asistir al concierto de los Rolling Stones. Después del concierto, terminaron la fiesta en una barrio tanguero, Caballito. En ‘La Comparsita’ una bar de mesas dispuestas en círculo que miraba de frente a la tarima, a media luz, lo suficiente para no tropezar y estimular al charla fueron Luis Eduardo su esposa de entonces, Ana Bolena Meza, y un grupo de amigos. “Se cranearon toda la organización, ella —su esposa— fue hasta la tarima e inventó la excusa de un cumpleaños para que cantara. Todo esto pasaba mientras estaba bebiendo”. De un momento a otro la voz del micrófono dijo su nombre claramente “Y desde Colombia, nuestro amigo Luis Eduardo Arango”. El bandeonista tenía pereza, jartera, a los tangueros no les gusta eso, lo detestas además. Lo convencieron. “Cuál querés”, me preguntó. ‘Nostalgias’, dije. La canté, y la sensación inequívoca de que la orquesta se emocionaba hasta cantar un par de tangos más. Después de un rato los cantantes argentinos se sentaron en la mesa con Luis Eduardo, su esposa y amigos. Para ser visceral la música necesita ser contundente
“‘La hija del Mariachi’ me dio a conocer nuevas músicas, nuevas historias… Hay mucha gente que las ha cantado, escucha uno a Placido Domingo o Luciano Pavarotti. Sí hermosos, pero no dice nada. La música tiene que ser visceral —sonríe—, para ser contundente. Si no hubiese sido actor, me habría dedicado a cantar”, enfatiza Luis Eduardo mientras algunos actores viene a saludarlo afectuosamente.
Degeneraciones, vilezas terribles, es el sentir de su música. La noche de un viernes se escapa al refugio de tangueros, en especial los admiradores de Gardel en el barrio La Soledad, en Bogotá. Allí está su amigo argentino, esperándolo en una mesa conjunta a la tarima. Entrar allí es viajar en el tiempo: sillas de acabados en cedro oscuro y una mesa taraceada con marfil y hueso. Lámparas de petróleo, radiolas que sintonizan únicamente la frecuencia AM, junto a la mesa un reloj suizo al que uno de los meseros le da cuerda para que la hora sea precisa. Una de las asistentes cuenta que “es lo más parecido en Bogotá al barrio Palermo de Buenos Aires”, la interrumpe el mesero para tomar su orden, pimentones sin cáscara con aceite oliva. “A mí me gusta la picada, los chinchulines y morrones son lo mejor”, me comenta Luis Eduardo. Está animado, busca a sus amigos con los que a mitad de la noche, en algo más dos horas interpretan tangos. Él pone la voz, uno de ellos, que lleva la barba de una semana tiene una caja negra, la deja en el suelo y la abre para mostrar la empuñadura de su bandoneón.
—Creo que es mejor saber qué me espera esta noche, cantar. Hace años sufría en el escenario— dice Luis Eduardo—, ahora no.
—Por qué lo dice.
—Es que la vida se acomoda de diferente modo, eso lo dan los años. La experiencia. El no temerle al fracaso.
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