La maravilla de los acontecimientos felices es que muy rápidamente después de ocurridos, sus benéficos efectos se fijan en la conciencia de la gente hasta convertirse en costumbres. Es lo que nosotros, los abogados y constructores del orden, llamamos jurisprudencia.
Hago esta breve introducción porque quiero referirme al tema de la nunca bien ponderada limpieza social que por estos días –divina casualidad– coincide justamente con su expresión más antigua y eficaz: la pena de muerte.
Traigo esta doctrina (que es de esas que tanto nos gustan a los que militamos en la extrema derecha y en la inteligencia superior) a raíz de la feliz noticia de que fue dado de baja un bandido autodenominado graffitero en el Norte de Bogotá. Para empezar y antes de entrar en profundidades conceptuales legislativas y penales, simplemente tenemos un subversivo menos. Esos hampones que se dedican a dañar paredes son todos milicianos de las FARC o del ELN, y si no, pues hacen parte de peligrosas organizaciones y bandas terroristas formadas en las universidades públicas o financiadas por las ONG.
Pero no me quiero apartar del magno tema de la semana, la necesidad inminente de acabar de tajo con la enfermedad de la marginalidad y el cáncer de la resistencia. La limpieza como concepto es una costumbre magnífica acendrada desde los confines de la civilización, desde las fuentes mismas de Occidente. Es en ámbitos limpios donde crece la vida de manera espontánea e irrefrenable. La raza blanca es blanca por limpia, sin cochinadas negras o amarillas. Son las sociedades asépticas y que saben de la necesidad de la higiene de las clases educadas, las que no permiten la proliferación de gérmenes, bichos y bacterias de carácter social. Y me refiero exactamente al virus de esos graffiteros y pegoteros que junto con prostitutas, travestis, maricones, mendigos, basuqueros, lisiados, sacoleros, peganteros, indios desplazados y demás sectores subhumanos, nos encochinan la existencia.
¿Por qué tendríamos que soportar a toda esa horda de menesterosos y rateros que pululan en las avenidas? Y claro, salen los críticos del progreso a joder y ponerle zancadillas a las costumbres que nos han hecho gente de bien. Que el graffitero ese solo pintaba paredes, que no había atracado a nadie. Pero es que por el solo hecho de rayar paredes y ensuciar la propiedad pública o privada, se merece lo que le pasó, que le dieran de baja. ¿Feo matar por la espalda? ¿Y es que había que esperar a que el jovenzuelo ese sacara de su mochila además de aerosoles una ametralladora MP5 que es lo que cargan esos malhechores? ¿Que muy joven el muerto? ¿Que un niño? ¡Pues mejor, carajo! ¡Qué tal que lo hubiéramos dejado crecer y adquirir más mañas! Ya no estaría rayando puentes sino vitrinas y almacenes, como hacen cuando crecen y entran a organizaciones terroristas como la Universidad Nacional. Qué tal que se reproduzcan… Hay que darlos de baja antes de que empiecen a fornicar y a dejar regada su inmunda semilla.
Si bien es cierto que por desgracia y debido a las presiones ejercidas por los subversivos caguaneros de la Constitución del 91, no se nos aprobó la pena de muerte legal, hemos tenido en valientes sectores de la Fuerza Pública cabales intérpretes de la necesidad de ejecuciones bien hechas, con tiros limpios, de gracia (qué lindo que es en general el aseo) y aplicaciones radicales de la limpieza social y la pena de muerte, sobre todo a bajo costo y en impecable relación costo-beneficio, en tiempos en los cuales el palo no está para cucharas.
No me vengan a decir que no resulta más barato un par de balas bien puestas en la espalda de cualquier truhán graffitero que, por ejemplo, si la pena de muerte fuera constitucional. Perderíamos un platal en un proceso judicial largo y engorroso, con gastos en pruebas, testigos para comprar (que están carísimos últimamente, ala) para terminar después de millones de pesos malgastados, en la misma vaina, o sea pegándole un pepazo al facineroso. En estos benditos casos, la ausencia de fórmula de juicio y la justicia directa y sin ambages resultan a muy buen precio. Sobre todo en términos de cantidad y calidad en las bajas logradas, es decir, en estos menesteres de desinfección, resulta menos comprometedor y más moral este tipo de ejecuciones, que cosas relativamente más complicadas y que dan mala imagen como los llamados “falsos positivos”. Además, carajo, ¡no hay un solo positivo que sea falso! Todos son verdades en la lucha contra quienes quieren demoler las iglesias.
¿De cuantos crímenes nos hemos salvado gracias a la acción de esas fuerzas que sistemáticamente logran hacer desaparecer ñeros y demás lacras y lastres de nuestra sociedad? O qué quieren, comunistas y liberaluchos: ¿Que dejemos que avancen esas pústulas y nos veamos inundados de sus dibujos obscenos, su escritura demoniaca y sus frases desafiantes anti sistema? Todo el que se atreve a pintar paredes es subversivo.
Este tipo de ejecuciones sumarias, como la del gamín embozado del barrio Pontevedra, deben entrar en la educación de las gentes en general para que el pueblo de todos los estratos entienda la necesidad de la cruzada que hemos emprendido por el saneamiento de las calles, la pulcritud de los muros, la ablución de las conciencias, el fregado del pecado, el barrido del lumpen, el cepillado del inmundo arte callejero iconoclasta y anti católico. Gracias a haber dado de baja al escombro que era ese graffitero, vemos con tranquilidad un futuro de pureza, castidad, virginidad, inocencia, sin que pululen estos elementos generadores de suciedad, inmundicia, abandono e impureza.
Toda esta limpieza y erradicación de gérmenes redundará en la desaparición de los mal llamados artistas callejeros, que no son otra cosa que contaminada corte de los milagros, promiscua caterva de izquierdistas o drogadictos. ¡Ojo, autoridades encargadas, con la proliferación ahora de músicos callejeros, que se instalan en las esquinas o dentro de buses y busetas a contaminar el ambiente y propagar mensajes sediciosos. Con todos ellos también ¡balan señores!
Que la pundonorosa Fuerza Pública no ceje en tan importante seguidilla de eventos felices. Vamos a limpiar socialmente nuestras ciudades con integridad, con honestidad, ejerciendo el derecho consustancial a la preponderancia de la gente de bien que implica y exige una pena de muerte expedita, eficaz, sin trámites, precisa, bien hecha, en últimas.
Va pues mi exaltación y mí llamado a la depuración de la sociedad, a la extirpación de los tumores, a la castración del enemigo, a la fumigación en general.
De seguir en esta atinada campaña, en poco tiempo veremos nuestras calles refinadas, sin la humareda de los ñeros o el inmundo olor de la pintura ilegal. ¡La campaña de saneamiento ambiental se ha iniciado con bríos! ¡La profilaxis avanza sin reposo!