En 1998 Luis Carlos Restrepo publicó el libro Memorias de la tierra, que recoge recuerdos de infancia en su natal Filandia, en el departamento del Quindío. Su finca paterna, Granada, fue el escenario de momentos clave que marcaron la vida del ex comisionado y que explican rasgos de su compleja personalidad y sus inexplicables reacciones. Este es en un aparte de ese libro de memorias:
“En los últimos años Granada se ha vuelto en exceso fría. El moho parece saltar por sus rendijas, a pesar de los repetidos rituales de limpieza. Alrededor el sol puede brillar, pero adentro de sus puertas, un hielo intenso se concentra. He buscado una explicación dramática y, por supuesto, he planeado algunas soluciones. Pero cada vez que intento ponerlas en marcha, Ernesto, el tío anciano que vive en la casa y actúa a la manera de duende tutelar de la vivienda, me mira con desdén y dice que no pierda el tiempo, que acepte que la casa ha sido invadida por un frio de cementerio.
En efecto, durante la regencia de Delio Cataño (encargado del cuidado de la casa), mi padre ordenó que se trasladara desde el viejo campo santo del pueblo, en costal y al hombro, gran parte de las losas demolidas por un sacerdote modernizante, que decidió acabar con los viejos mausoleos para darle al cementerio el desabrido carácter de un pueblerino prado de paz. Con los restos de las tumbas, el viejo tapizó parte del terreno que circunda la casa, construyó escaleras en la huerta y en el patio, rellenó bases y reformó no sabemos qué otras estructuras. Es decir, como si fueran pocos los fantasmas propios, decidió importar los antiguos fantasmas del poblado, ya sepultos y olvidados, que en un acto de insólito de irrespeto eran expulsados del cementerio por las fuerzas del progreso. Y por condescendencia del viejo, aquí, en la casa, en Granada, encontraron postrero refugio.
Esta es la casa en Granada en la que el ex comisionado vivió su infancia.
Tal vez por saber que me rodea una multitud enmarañada cuyo censo jamás podría completar, me he ido llenando de paciencia, aprendiendo a convivir con el enredo y a respetar los conflictos heredados. Poco a poco me he vuelto enterrador, apaciguador de fantasmas. He aprendido, con ternura, a convivir con el derrumbe. Ahora sé que algo voraz se ensaña en Granada contra cualquier forma de vida. Allí, como en Colombia, hay que ganarse a pulso la supervivencia (…)".
Granada se ha convertido en un pequeño recinto recoleto. Allí escribo, en ocasiones, acompañado de presencias imperceptibles, mientras el viento de la noche hace crujir sus paredes y silban con furia los árboles vecinos. Allí he soñado que camino al amanecer por sus jardines, con los pies desnudos, sintiendo la humedad de la yerba bajo una luz marfilina de plenilunio, con una paz y frescura indescriptibles.
El libro Memorias de la tierra, que Luis Carlos Restrepo publicó en 1998, recoge recuerdos de infancia en su natal Filandia.
Granada es un lugar perfecto para morir. Esta verdad sencilla reside su energía y su lujuria, fuerzas que confunden a los incautos pero que se muestran propicias para los anhelantes de la sabiduría. Así lo intuyó mi padre. Por eso su defensa de la casa cuando algunos familiares intentaron, recién muerto el abuelo, derrumbarla por inservible para convertirla en un establo. Por esos sus intentos repetidos por sembrarle vida. Por eso su escogencia como escenario para el espectáculo de sus muerte. Cuando enfermo de gravedad pidió que lo lleváramos a esta casa donde décadas atrás había nacido, ordenó dejar abiertas las puertas para que los lugareños pudieran visitarlo sin limitación. Unos tras otros pasaron quienes habían sido sus pacientes, a ver como el doctor se moría ante sus ojos. Se atrevieron incluso a recomendarle calditos de ave o algún otro remedio casero para su enfermedad y su flacura. Quería, tal vez, de esta manera, enseñarle a su gente sobre la partida, de la misma manera que durante tiempo los había acompañado en sus luchas por la vida. Durmiendo en su cama, en Granada, he vivido muchas veces la fascinación de la renunciación y el abandono (…).
Allí me he sentido liberado de una dura pesadilla de la infancia: la urgencia de marchar, de pretender llegar al mar sin poder en medio de la noche flaquera la enorme cordillera. Y esto sucede, tal vez, porque sin darme cuenta, habitando ese rancho centenario, he empezado a devenir fantasma, sellando un pacto inalterable con las tardes teñidas por el sol de los venados, con los amaneceres tímidos y frescos de un mundo recién recomenzado, con las agonías silenciosas de las rendijas cargadas de nostalgia. Premonición, quizá, de ese momento en que después de la despavorida fuga, habré de regresar a las entrañas de un recinto que me ha sido transitoriamente encomendado para que sirva de albergue caminero de fantasmas”.