Elizabeth Vargas y Leidy Rodríguez viven en la celda número 99 hace más de 360 días. Allí, cerca del baño, han celebrado sus cumpleaños. Han llorado y peleado. También han compartido esmaltes, maquillaje y una que otra prenda de vestir, aunque no sean de la misma talla. Pero la relación de Elizabeth y Leidy va más allá de los barrotes. Se conocen hace más de 21 años, cuando Leidy estaba conectada a Elizabeth a través del cordón umbilical. Fue en el vientre de Elizabeth donde la nariz y la boca de Leidy se asemejaron a las de su mamá. Llevan a cuestas la misma sangre y la misma historia. Ahora tendrán que vivir los próximos cinco años de su vida en el patio dos de la cárcel el Buen Pastor a causa de 26 gramos de cocaína, 21 gramos de marihuana y 50 papeletas herméticas.
Mientras que Leidy se acomoda la banda que dice “Srita. Simpatía” ─hecha en el mismo material que se usa para los arreglos funerales─ y me pregunta si está muy maquillada, recuerda el día su captura. Aunque está distraída porque hoy es el último día del reinado de la cárcel, recuerda con exactitud que el miércoles 22 de septiembre de 2010 a las 4.00 p.m. perdió su libertad.
Era un día soleado y Leidy se había animado a preparar el almuerzo. Hizo arroz atollado. Invitó a comer a Pablo, su novio, quien hoy considera un infiltrado de la Policía. Lo conoció en el puesto de mazorcas asadas que tenía su mamá en la vía Mosquera-Funza y se enamoró de él en un par de meses. En la mesa también estaban Elizabeth y Sarita, la hija de tres años de Leidy. Pero un comentario de Pablo comenzó a dañar la comida. En medio del almuerzo, Pablo le dijo sin pudor a Elizabeth que la gente estaba diciendo que era jíbara del pueblo. En respuesta, Elizabeth protestó y lo negó rotundamente.
De repente, en medio de la tensión, sonó el timbre. Elizabeth bajó a abrir la puerta. Era la mamá del ‘Boricua’, su novio de 20 años de edad. Elizabeth se había separado el 28 de febrero de 2008, luego de 25 años de matrimonio con el papá de sus tres hijas. Por despecho, se tomó un tarro de ácido muriático para quitarse la vida, pero no dio resultado. Decidió entonces dedicar sus días al trago y a las fiestas, que se volvieron costumbre en su casa. Las parrandas se convirtieron en el verdadero motivo para que los vecinos comenzaran a pensar que en su casa se vendían trago y drogas.
Mientras conversaba con su suegra, cuatro agentes de la Sijín vestidos de civil llegaron en un carro azul a su casa en Funza, Cundinamarca. Rápidamente se bajaron y entraron gritando: “¡esto es un allanamiento!”.
Con voz de mando, los agentes les dieron la orden de que se pusieran contra la pared. Leidy recuerda que les hicieron varias preguntas y que uno de los agentes le preguntaba a Pablo qué iba a decir en su casa. Los agentes entraron a cada uno de los cuartos, rompieron colchones, almohadas, camas y esculcaron cada uno de los libros que encontraron.
En último cuarto por revisar, un agente gritó “¡Cabo, un positivo!”. Dentro de una caneca con ropa vieja, donde Elizabeth guardaba los vestidos de primera comunión de sus hijas, encontraron 26 gramos de cocaína, 21 gramos de marihuana y 50 papeletas herméticas. Según Elizabeth, dos días antes había organizado esa misma caneca y no había encontrado nada raro. Leidy y Elizabeth aseguran no haber tenido contacto con esa droga. “A nosotras nos cargaron”, dicen.
En menos de 30 minutos se terminaron todos los trámites y la captura se hizo oficial. Les dieron la orden de cambiarse de ropa. Leidy le pidió a Pablo que la acompañara hasta la puerta de cuarto para ponerse unos jeans. Cuando salió a buscarlo, ya no estaba, había desaparecido. Leidy, confundida, les preguntó a los agentes por él y la respuesta de ellos fue: “ustedes estaban solas”. La custodia de Sarita la tiene la bisabuela de Leidy y sus dos hermanas, que no sobrepasan la mayoría de edad, quedaron en manos del ex marido de Elizabeth.
Sobre las 6.00 p.m. de ese mismo día fueron llevadas a la audiencia en Facatativá, Cundinamarca. La primera noche la pasaron en una estación de policía. No durmieron, no entendían que estaba pasando. A la mañana siguiente, se retomó la audiencia y a las 2.00 p.m. llegaron a la jaula de la cárcel El Buen Pastor. El lugar de paso de todas las reclusas. Allí le dijeron a Elizabeth que cuidara a la niña porque adentro se la iban a violar.
Las primeras noches en la cárcel durmieron celdas separadas. A Leidy la asignaron en la celda 96 y a Elizabeth la 99. Fueron días difíciles. Elizabeth no comió durante un mes. Pasaba la mayor parte del día llorando. Tuvo que ir a terapias con un psiquiatra. Una semana después Leidy pidió el cambió y logró estar con su mamá. Por esos días se celebraba la semana cultural en honor a la Virgen de las Mercedes, las reclusas se disputaban la corona del reinado de belleza.
―No vaya a comenzar a llorar mamá ―dice Leidy.
Estamos sentadas en una oficina de la cárcel El Buen Pastor. Me piden disculpas por la ropa que llevan puesta y porque están sin maquillaje. Elizabeth llora pero no para de hablar. Comienza a contar su historia sin timidez.
Elizabeth dice sin pudor que su primera menstruación le llegó cuando tenía 9 años y que a los 10 años ya usaba tacones y parecía mayor por su contextura gruesa. Así conoció a un hombre casado de 27 años con quien engendró su primer hijo. Elizabeth tenía once años. Fue un embarazo delicado. Durante dos meses estuvo interna en el hospital de la Hortúa porque este hombre la encerró en una casa y la obligó a tomarse 50 pastillas de Quinina con Pony Malta para abortar el bebe. Sin embargo, su hijo sobrevivió. Los tuvo por parto natural a los siete meses de gestación.
Con nostalgia, cuenta que lo único que le pudo comprar a su hijo fue un tarro de leche Nan1. Elizabeth siguió trabajando en la calles. Conoció al papá de sus hijas cuando vendía jugo en la calle. Decidió irse con él y a los 16 años tuvo a Leidy, su hija más deseada, a su ‘chiquita’. Leidy, por su parte, tuvo a Sarita a los 18 años, cuando estaba en décimo grado, con un hombre quince años mayor que ella.
Ambas están estudiando para terminar el bachillerato. Cada hora que dedican les significa una posibilidad de rebajar su pena a menos de tres años. Elizabeth ha construido un micro mundo con su hija. Trabaja lavándole ropa a otras reclusas para rebuscarse algunos pines (dinero de plástico que se maneja dentro de la cárcel). Con sus ganancias le compra a Leidy frutas, jugos, gaseosas y cigarrillos que en ocasiones pueden costar hasta mil pesos la unidad. También se levanta por ella a las 3.00 a.m. a recogerle el desayuno para que Leidy pueda dormir hasta las 7.30 a.m.
Elizabeth, de 37 años, y Leidy, de 21, están frente a frente. Comen pan y toman gaseosa. Tienen la misma sonrisa, el mismo tono de la piel. Sin darse cuenta han tenido la misma vida. Fueron madres solteras durante la adolescencia, una decepción amorosa les cambió la vida y ahora comparten una culpa que, según el estado de ánimo, le pertenece a la una o a la otra. A la mamá o a la hija.