Un hombre perseguido por el suicidio

Sáb, 16/07/2011 - 03:30
Hace muchos años un amigo llegó a un bar donde lo esperaba para tomarnos unas cervezas con un papel arrugado que quería mostrarme. Era una carta que había recogido de las manos de un suicida esa m
Hace muchos años un amigo llegó a un bar donde lo esperaba para tomarnos unas cervezas con un papel arrugado que quería mostrarme. Era una carta que había recogido de las manos de un suicida esa mañana. Mi amigo trabajaba en una policía local que realizaba los levantamientos de cadáveres en la ciudad de Medellín y había encontrado a un muchacho de no más de veinte años estrellado contra el suelo, con los huesos partidos en mil pedazos  y  –aun así– con la mano empuñada protegiendo la carta que anhelaba leyera un amor que hacia pocos días lo había traicionado.  Se había tirado de un edificio de ladrillo menudo llamado Palacio Nacional cuando la mañana estaba ya muy avanzada y el sol se había instalado pleno sobre las calles abarrotadas de gente en el centro de la ciudad. Leímos la carta aterrados, oyendo uno a uno los reclamos que el muchacho le hacía a su amor, sintiendo el vértigo del abandono con él,  viviendo los episodios amargos de sus últimos días.  Nos agarró la obsesión de sentir y comprender las motivaciones de los suicidas y durante varios años mi amigo se dedicó a recoger, con la ayuda de otros colegas del oficio de policía, las notas que éstos dejaban en su despedida hacia la eternidad.  Leíamos las cartas entre sorbo y sorbo de cerveza en el mismo bar, hurgando en la vida desolada de cada uno de los que decidían cruzar el umbral de la muerte. Era un ritual de dolor que hacíamos con frecuencia  y  que terminaba en llanto y borrachera. El rumbo de mi vida me separó para siempre del amigo, pero el drama del suicidio me ha perseguido todo el tiempo. Dos de mis amores vivieron el suicidio de sus padres. En París una francesa que acaba de conocer me entregó un día la carta de una colombiana que se había quitado la vida en un invierno amargo.  Fui descubriendo también, no sin estupor, que buena parte de las novelas y poemas que más me perturbaban el alma habían sido creados por escritores que se fueron de la vida  por mano propia. Las cifras de los suicidios en el país y el mundo fueron llegando a mis ojos sin buscarlas. Cada cierto tiempo descubría en papeles que asaltaban mi memoria un dato y otro, cercano o remoto, pero igualmente doloroso.  Supe entonces que los suicidios en el mundo superan con creces los homicidios y llegan ya a 500.000 por año.  Que en Estados Unidos, por ejemplo, los suicidios rondan la cifra de 32.000 por año mientras los homicidios están en un promedio de 23.000.  Que no menos de 1300 personas se suicidan en el mundo cada 24 horas y las que lo intentan sin lograrlo sobrepasan los  8000. Igualmente fueron saturando mis recuerdos otros detalles sorprendentes. El setenta por ciento de todos los suicidios son cometidos por hombres, pero las mujeres entre quince y diecinueve años  son  el grupo humano que más tiende a suicidarse. Las personas casadas y con hijos son las menos tentadas por la idea de irse de la vida por su voluntad.  El método  más frecuente  es el envenenamiento –más del 80%-  pero el más eficaz es un tiro que arrasa el corazón o la cabeza.  La mayoría de los suicidios ocurre entre el mediodía y las seis de la tarde. Hace nueve  años estaba sólo en un bar, en Bogotá, oyendo Las Cuarenta, una canción en la versión de Rolando Laserie, que muchas veces escuché con mi amigo en el Medellín de antaño mientras oía leer o leía las cartas de los suicidas y  pensé que la única manera de conjurar la tristeza extraña que me invadía cada vez que empezaban a desfilar por mi memoria los mil encuentros que en la vida había tenido con el suicidio, era escribir una novela contando cosas que sé  del amor, de la salsa y del suicidio. Así nació CON EL PUCHO DE LA VIDA. Bogotá, julio de 2011. Lea aquí el primer capítulo: Va al PDF
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