Irán siempre ha sido uno de los destinos más difíciles de cubrir para un periodista o enviado especial de la prensa occidental. Conservo en la memoria diversas anécdotas sorprendentes e inesperadas de una cobertura periodística en aquel país a mediados de los años ochenta, pero rescato una en particular para ilustrar algo que suele olvidarse cuando se habla de Irán. A la entrada de un hotel en Teherán que en otro tiempo perteneció a una de las grandes cadenas internacionales, el nuevo régimen de los ayatolás hizo incrustar en el suelo de la entrada principal, justo donde necesariamente debían pasar los visitantes, una gran imagen con el rostro de Ronald Reagan, de modo que era inevitable pisarla antes de registrarse como huésped.
El odio hacia Estados Unidos, que se ha convertido en un leitmotiv de la política iraní, tiene raíces profundas. El recuerdo del golpe de Estado de 1953, cuando la CIA y el MI6 británico propiciaron la caída del primer ministro Mohammed Mossadegh, sigue siendo un referente colectivo en Irán. Mosaddegh es una figura de enorme importancia histórica y simbólica para los iraníes. Sus reformas sociales y económicas lo convirtieron en una figura popular y en un referente, aún hoy, de modernización y justicia social en Irán. Entre sus medidas estuvo la nacionalización de la industria petrolera. Estados Unidos apoyó el ascenso del sha Mohammad Reza Pahlavi, cuyo gobierno autoritario y represivo alimentó el descontento social y el sentimiento anti estadounidense, y lo demás es historia.
Ahora, los bombardeos norteamericanos a las instalaciones nucleares iraníes seguramente contribuirán poco a cambiar esa precepción. Reavivan una rivalidad histórica y un conflicto que, para muchos observadores, parece interminable. El ataque, calificado por el propio presidente Trump como “uno de los ataques aéreos más poderosos de la historia”, ha sido descrito como quirúrgico y de una precisión asombrosa, pero, según fuentes de inteligencia occidentales, el impacto real sobre el programa nuclear iraní ha sido menor de lo esperado: las instalaciones subterráneas y las centrifugadoras permanecieron prácticamente intactas, y el avance nuclear se habría retrasado solo unos meses.
La reacción inmediata de Teherán ha sido de condena y advertencia. El presidente iraní, Masud Pezeshkian, y la Guardia Revolucionaria Islámica han prometido una “respuesta” y han advertido que el ataque otorga a Irán el “legítimo derecho a actuar en defensa propia, incluso mediante opciones que van más allá de los cálculos ilusorios de la coalición agresora”. El régimen, sin embargo, ha intentado minimizar los daños, asegurando que las instalaciones atacadas ya habían sido evacuadas y que los materiales nucleares no sufrieron daños significativos. Pero, más allá de la retórica, el ataque deja al descubierto la fragilidad y fortaleza del régimen iraní, un sistema que, pese a su desgaste ideológico y su aislamiento internacional, ha demostrado una notable capacidad de supervivencia.
Hoy, el régimen de los ayatolás combina el poder religioso y político, con el líder supremo, Alí Jamenei, como máxima autoridad y controlador de las fuerzas armadas y la seguridad nacional. A pesar de la vasta riqueza y el capital humano del país, el estado iraní se ha convertido en un aparato represivo y corrupto, económicamente aislado y socialmente controlado. El apoyo popular al régimen es cada vez más reducido —probablemente menos del 20% de la población—, pero la oposición, aunque mucho más numerosa, carece de organización y armamento para desafiar al poder establecido. La pregunta clave es si el reciente bombardeo fortalecerá o debilitará al régimen.
Aunque el régimen iraní parece profundamente vulnerable, no hay indicios de un colapso inminente. Las élites del poder mantienen la cohesión y el aparato represivo sigue intacto. La transición política, si llega a producirse, será probablemente un proceso violento y complejo, más parecido a los golpes de Estado o las guerras civiles que a las revoluciones democráticas. La República Islámica de Irán es, en definitiva, un misterio envuelto en un enigma.
Un régimen zombi, ideológicamente agotado pero aún capaz de ejercer el poder a través de la fuerza y la represión. El bombardeo norteamericano ha puesto de manifiesto su vulnerabilidad, pero también su capacidad de resistencia. La historia reciente demuestra que los regímenes autoritarios pueden sobrevivir a la presión externa y la desaprobación interna, siempre y cuando mantengan el control sobre los instrumentos de coerción. En Irán, la balanza del poder sigue inclinada a favor de los militares y los guardianes del régimen, y no de los reformistas civiles o la oposición desarmada.
La situación actual deja a Irán en una encrucijada: el régimen debe decidir cómo responder a Estados Unidos sin perder el control interno, mientras la población, cansada de la represión y el aislamiento, observa con esperanza y escepticismo. La oposición parece desorganizada y débil, y el país sigue siendo un polvorín, en el que cualquier chispa puede desatar una explosión, pero también un ejemplo de resistencia autoritaria en un mundo cada vez más inestable.