Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

La toga, botín de nuestros días

En días pasados, asistimos en Colombia a un combate cuyos ecos resuenan aún hoy en forma de destituciones ministeriales, discursos encendidos del presidente Gustavo Petro e intervenciones de todo tipo en esa jaula de grillos que son las redes sociales. Nada nuevo por otra parte, en esas andamos hace ya más de tres años. ¿El motivo? la elección de un cargo vacante en la Corte Constitucional. 

El episodio, sin embargo, trasciende esta vez las fronteras colombianas. Forma parte de una corriente inquietante, ya muy común en nuestro tiempo, en la que los mandatarios, sean de izquierda o de derecha, buscan colonizar las cortes, apropiarse de las leyes como si fueran una extensión de su mandato. Y lo hacen con todo el descaro del mundo, lo que quieren es gobernar sin límites. 

El Derecho (permítaseme que lo escriba con mayúscula) deja de ser un árbitro imparcial y se convierte en un botín político. Veamos algunos nombres de este selecto club: Donald Trump, que logró moldear la Corte Suprema de Estados Unidos hacia una cómoda (para él) mayoría conservadora; el mexicano López Obrador que vivía a la greña con la Suprema Corte dizque por frenar la “voluntad popular”, es decir, sus mamertísimos caprichos; el español Pedro Sánchez que acusa a los jueces de “hacer política” por sentar en el banquillo de acusados a su mujer, a su hermano y a sus dos hombres de máxima confianza. Y así el presidente Modi de India, Bukele de El Salvador, Maduro en Venezuela, Duterte en Filipinas, Erdogan en Turquía, Netanyahu en Israel…

Todos ellos se sienten incómodos con el sistema de frenos y contrapesos mediante el cual los tres poderes del Estado en una democracia —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— se vigilan y limitan mutuamente para evitar abusos. Unas veces se trata de impedir que jueces y tribunales interfieran en la agenda del Gobierno. En otros casos, lo que se pretende es doblegar, si fuera necesario, a jueces y magistrados de tal forma que alineen sus decisiones con las del Ejecutivo.

Dicen los estudiosos del asunto que el Judicial es el menos peligroso y por tanto el más débil de los tres poderes. Su legitimación no proviene de unas elecciones sino del crédito (perdónenme, detesto el término credibilidad) que sepa suscitar entre sus ciudadanos. Y por eso es muy importante que los ciudadanos lo sigamos considerando imparcial; necesario en las sociedades civilizadas para resolver sus litigios con independencia, ética y profesionalismo.

Dicho esto, volviendo al caso puntual de Colombia, haber visto a Petro volcado abiertamente sobre la candidatura de Patricia Balanta para la Corte Constitucional, y furioso porque el Senado le cerró el paso a la señora en favor de Carlos Camargo, resulta un desenlace altamente inquietante. Es inevitable preguntarse qué pretendía el presidente con una ficha en esa Corte.

Lo malo es que visto desapasionadamente este episodio, como en tantos otros de la actividad política de este país, el ciudadano corriente no puede menos que sentir un gran desaliento, una profunda desazón. El resultado es un tribunal menos afín al Gobierno, sí; pero no necesariamente más independiente: las decisiones de tan alta corte, a la vista de la hoja de vida de Carlos Camargo, quedarán atrapadas en la misma lógica de cuotas que amenaza a tantas democracias.

El recién elegido magistrado Camargo llega con fama de clientelismo y una gestión cuestionada en la Defensoría del Pueblo. Y las sospechas que pesan sobre él de connivencia con el poder político de turno, no son precisamente garantía de pulcritud y autonomía. De modo que entre la tentación presidencial de colonizar la justicia y la pulsión parlamentaria de cobrar revancha con un candidato poco ejemplar, lo que queda en entredicho no es la derrota de un gobierno, sino la fragilidad de las instituciones que deberían estar por encima de cualquier cálculo político.

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