En las últimas semanas, la posibilidad de activar mecanismos de participación directa —como una consulta popular o incluso la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente— ha irrumpido con fuerza en el debate político colombiano. Aunque el presidente Gustavo Petro desistió de impulsar la consulta, la discusión ya está abierta. Y con ella, una pregunta incómoda pero legítima: ¿es hora de replantear nuestro contrato social?
Plantearlo no es un capricho ni una amenaza institucional. Es una necesidad política y una posibilidad jurídica. Las reformas estructurales están estancadas, el diálogo con las élites tradicionales se ha vuelto casi imposible y crece la desconexión entre ciudadanía e instituciones. En este contexto, ¿por qué no hablar de una constituyente?
Una Constitución con deudas
La Constitución de 1991 nació como respuesta a una crisis nacional. Fue un pacto que combinó aspiraciones de paz, derechos y modernización institucional. Pero también arrastró tensiones desde su origen: mientras algunos buscaban transformar el orden social desde abajo, otros apostaban por una apertura económica ligada al modelo neoliberal. Esa tensión aún marca su interpretación.
A 34 años de su promulgación, muchos de sus principios siguen sin cumplirse. Y ha sido modificada más de 60 veces. Algunas reformas han sido progresistas, como el reconocimiento de los derechos campesinos o la creación de la Jurisdicción Agraria. Pero otras han resultado claramente regresivas, como la que habilitó la reelección presidencial en tiempos de Álvaro Uribe Vélez, debilitando el equilibrio de poderes y el principio de alternancia.
Este constante “remiendo constitucional” revela un problema de fondo: el pacto social ha sido manipulado por los gobiernos de turno. Y si los poderes constituidos pueden cambiar la Carta a su conveniencia, ¿por qué se sataniza la idea de que sea el pueblo quien proponga transformarla desde su origen?
La democracia no puede esperar permiso
Uno de los errores del debate público ha sido presentar el poder constituyente como un riesgo, una amenaza o una ruta insurreccional. No se trata de un salto al vacío. Tampoco de romper con la Constitución de 1991. Se trata de activar un mecanismo legítimo previsto por ella misma: el poder constituyente originario, que reside exclusivamente en el pueblo.
La Carta del 91 establece con claridad que la soberanía emana del pueblo (art. 3) y que existen mecanismos para su expresión directa (art. 103), incluso para reformar la Constitución (art. 374). Una Asamblea Constituyente no es una anomalía legal, es una posibilidad contemplada por el mismo orden jurídico que hoy se defiende.
Por eso resultan preocupantes declaraciones como la del presidente del Senado, quien afirmó que no se puede consultar al pueblo sin su autorización. Ese tipo de afirmaciones no solo son jurídicamente insostenibles, sino que revelan una visión elitista que pretende subordinar la democracia a la voluntad del Congreso. El legislativo es un poder derivado, no soberano. Y su función no puede ser silenciar la voz popular.
¿Hay o no hay bloqueo institucional?
Uno de los principales argumentos contra la convocatoria de una constituyente es que no existe un “bloqueo institucional” que la justifique. Pero negar el bloqueo es ignorar la realidad.
Varias reformas han enfrentado una resistencia sistemática: la laboral, la pensional, la política. La implementación del Acuerdo de Paz sigue incompleta, especialmente en aspectos cruciales como la reforma agraria y la apertura democrática. La reforma a la justicia continúa en espera. El sistema de salud sigue regido por lógicas mercantilistas. Y frente a la crisis climática, las respuestas del Estado son débiles y fragmentadas.
¿Qué otro camino le queda al pueblo cuando los mecanismos ordinarios de representación no responden?
El miedo al cambio
Solo mencionar una constituyente genera escándalo. Quienes han concentrado el poder político, económico y mediático reaccionan con alarmismo. Hablan de ruptura del Estado de derecho o de golpes autoritarios. Pero lo que realmente temen no es la constituyente como tal, sino la posibilidad de que el pueblo decida sobre temas que han estado vedados: tierra, salud, trabajo, justicia, economía, poder político.
No se propone una imposición. Se propone abrir el debate. Y eso es precisamente lo que algunos quieren impedir, usando narrativas incendiarias para sembrar miedo al cambio y al pronunciamiento ciudadano. Pero si el pueblo es el titular de la soberanía, su voz no puede censurarse.
¿Y si lo debatimos?
Como ha señalado el presidente Petro, una eventual constituyente debería centrarse en temas estructurales que la democracia representativa no ha logrado resolver: una reforma política profunda, democratización del sistema electoral, implementación integral del Acuerdo de Paz, garantía efectiva de derechos sociales, protección ambiental y transición energética justa.
Desde el Pacto Histórico creemos que el pueblo colombiano tiene el derecho —y la responsabilidad histórica— de repensar su contrato social. La democracia no se limita a votar cada cuatro años; implica construir consensos, resolver conflictos y transformar la realidad.
Consulta popular y constituyente no deben ser temas prohibidos. Al contrario, deben ocupar un lugar central en la agenda democrática. La invitación no es a imponer, sino a deliberar. No se trata de destruir la Constitución de 1991, sino de actualizar su promesa, recuperar su espíritu y expandir su alcance.
Frente a la pregunta: “¿Constituyente? ¿Por qué no?”, la única respuesta coherente en democracia es: debatámoslo, porque el pueblo manda.