Mi hermano fue un adolescente normal. Y como normal me refiero a “algo que se halla en su estado natural” como lo define la Real Academia de la Lengua. Porque la transgresión de las normas, la irreverencia y el desafío a toda figura de autoridad es natural en los adolescentes. Pero con lo que no contaba mi hermano es que le iba a salir una mamá un poco más macarra que él. Todo sucedió en un lapso de 18 horas que comenzó bien temprano en la mañana cuando llamaron del colegio a casa a preguntar por qué no había asistido a clases. La última información que teníamos era que había salido muy tieso y muy majo hacia el paradero del autobús escolar. Había que reconstruir todas las escenas donde había sido visto para encontrarlo, así que mi madre corrió hasta el paradero e interrogó a cuatro muchachitos que esperaban su transporte pero ninguno dijo nada. Ese silencio cómplice la ofuscó aun más y todavía con la mantequilla del desayuno en el bigote se le echó al cuello a uno y empezó a apretar hasta que el peladito lo escupió “se fue a acompañar a Andrea al odontólogo”. En este punto, la fuerza bruta evolucionó a trabajo de espionaje y labores de inteligencia: saber de cual Andrea se trataba, encontrar el teléfono de la mamá de Andrea y preguntarle el teléfono del odontólogo. A los 20 minutos sonó el timbre en el consultorio del Dr. Delgado – Srta. Buenos días hágame un favor, ¿la paciente Andrea ya llegó? – La voz de mi mamá sonaba imponente así que la recepcionista no se atrevió ni a preguntar quién era - Si señora, aquí está – Páseme al joven que está con ella–. No hace falta imaginarse como le quedo la cara a mi hermano al ver que preguntaban por él, pero a los 20 minutos estaba de vuelta en casa con el rabo entre las piernas, castigado sin ver televisión y sin asistir a ninguna actividad social en dos meses.
Imagen por cortesía de http://www.lineasycolor.blogspot.com.es/