¿Cuántos cambios pueden ocurrir en una década? Tantos como números reales hay entre el 0 y el 10: infinitos. Quizás se deba a que vivir rodeados de información nos permita asimilar rápidamente la dirección a la que se dirige la humanidad, pero la capacidad de asombro se desgasta con los años. Esta reflexión me asaltó recientemente al tramitar mi licencia de conducción para moto, un proceso que me llevó atrás en el tiempo, a cuando obtuve mi permiso para manejar carro hace una década.
En aquel entonces, el proceso era más directo y sencillo. Era necesario cumplir exigencias formales similares, como la certificación de una academia de conducción, aprobar exámenes teóricos y de habilidad, y practicarse un examen médico. Pero, en contraste, hoy, la tecnología y rigurosas medidas de seguridad lo dominan, reflejando tanto el avance tecnológico como un cambio en la percepción y administración del riesgo.
Para cada clase, se requería mi huella dactilar al inicio, en la mitad, y al final; y si el sistema fallaba en reconocer mi identidad, una fotografía de mi rostro era la siguiente línea de defensa. No pude evitar sentirme en un Estado de vigilancia, reminiscente de prácticas asociadas a lugares lejanos, como China.
Estas diferencias no son meramente anecdóticas, sino que abren la puerta a un debate más profundo sobre cómo equilibramos la eficiencia, privacidad y seguridad en nuestra sociedad. La incorporación de huellas dactilares y fotografías faciales en cada clase, por ejemplo, no es solo un recordatorio de la omnipresencia tecnológica de la Administración, sino también un reflejo de nuestras inseguridades colectivas.
Al compartir estas inquietudes con los instructores y administrativos de la academia de conducción, encontré dos grupos de respuestas. Liberales y conservadores, si se me permite la (cada vez más) arcaica categorización, se encontraban en ambas orillas.
Por un lado, la opinión mayoritaria argumentaba que estas medidas de seguridad eran una respuesta al abuso que se evidenció con el sistema anterior, donde algunas personas evadían las clases teórico-prácticas y aun así obtenían el certificado. Esto era prueba suficiente de la corrupción que había permeado al sistema y era digno de combatirse con las medidas más drásticas a disposición del Estado para disminuir la accidentalidad vial.
Por otro lado, una opinión minoritaria, pero reveladora, sostenía que, no importa cuán rigurosa sea la tecnología, siempre se pueden eludir las medidas impuestas. Reflexionemos un momento sobre cómo es posible que los prisioneros realicen llamadas extorsivas desde la Picota, mientras que en el mismo país se considera razonable e inteligente registrar la huella dactilar en un curso de conducción como medida para aumentar la seguridad vial.
Me alineé con el segundo grupo. No solo porque considero estas medidas intensamente despreciables, tratando a los aprendices como prisioneros, sino porque esta postura es menos ingenua. ¿Existe realmente una correlación entre la imposición de procedimientos totalitarios en la obtención de la licencia de conducción y la disminución de la accidentalidad vial y el respeto por el ordenamiento jurídico?
No hay ninguna. Es una muestra cruda de que las manifestaciones poco amables del Estado persisten en Colombia, a pesar de su anacronismo e ineficacia. Cuando el sistema falla, los aprendices deben repetir la clase. Y, aunque este argumento pareciera suficiente para al menos ajustar el sistema, no sobra advertir que una persona puede asistir a clases teóricas sin prestar atención o dedicarse a otras tareas.
En mi experiencia estudiando Derecho en la Universidad Externado, donde solo unos pocos profesores pasaban lista, se evaluaba mediante dos exámenes orales al año. Independientemente de la asistencia a clases, era esencial conocer la mayor parte del programa. De unos 400 matriculados, solo nos graduamos alrededor de 170.
Este tipo de sistemas funcionan cuando las preguntas se escogen y redactan cuidadosamente, a diferencia de las preguntas del examen teórico para obtener la licencia de conducción, plagadas de errores gramaticales y ortográficos. Un examen bien redactado dificultaría el fraude y reforzaría los conocimientos necesarios para todo conductor. Solo en ese caso, la verificación de identidad para acceder al examen tendría sentido.
En lugar de fomentar la autonomía y fortalecer el concepto de responsabilidad, la Administración eligió el cuestionable camino del control. Considerando que la mayoría de los aprendices tienen entre 16 y 20 años, estas microdinámicas del poder podrían normalizar entre los jóvenes la omnipresencia del Estado. ¿Es este el camino que deseamos seguir? El péndulo se balancea peligrosamente hacia el autoritarismo.