Una noche, en medio de esta monumental crisis del coronavirus, soñé que me acercaba, en una especie de viaje astral, a un grupo de personas, que, de pie, algunas, y sentadas, otras, prestaban atención a un señor de camisa azul cielo, como si reflejara el que hacía en ese momento. Se hallaban en un parque urbano de eucaliptos y gualandayes, desconociendo la orden del gobierno de permanecer recluidas en las viviendas de cada quien.
En mi sueño, contacto al grupo justo cuando una mujer joven le confiesa al caballero aquel que está muy temerosa con las preocupaciones del presente. Luego de mirarla en silencio durante unos segundos, “el señor Azul” le contesta: “Las preocupaciones hacen parte de la vida real. También de la vida irreal: no pocas son fruto de la imaginación”. Y suma estas ideas: “El presente no es incierto. No. El incierto es el futuro. Paralelamente, te digo que la incertidumbre es el temor ante lo desconocido. Pero te aseguro que para enfrentarlo tienes un poder también desconocido”.
Y, claro, una respuesta así genera inquietudes sobre el porvenir. Se evidencia en lo que comenta alguien con aspecto de buen lector, que le pregunta qué hacer entonces. La contestación es pronta: “No puedes anticipar la manera en que arribará el futuro, pero sí la manera en que arribes a él”. No es todo. El señor da dos o tres pasos hacia su izquierda, y añade, con una sonrisa serena en la mirada: “Y algo más: prepara tus cosas para mañana,
por si llega a existir, y por si llegas a existir. Por ello, aprópiate de cada día. Es que el presente es tu pista para decolar y aterrizar”. Que entienda el que pueda.
Las intervenciones animan a un joven de gafas oscuras, quien con espontaneidad cuenta que no entiende qué es la vida. “¿La vida?”, responde aquel caballero al tiempo de rascarse la parte posterior de la cabeza, “es el tiempo entre un abrir y cerrar de ojos. ¡Para que te espabiles!”. Quizás deseaba significar que no se durmiera, que el tiempo pasaba raudo. Pero la cosa no acaba ahí, pues el maestro Azul se acerca a los anteojos oscuros, y agrega: “De tarde en tarde busca el silencio. Te limpiarás del mundo. Y de ti”. ¿Lo invitaba a darse unos buenos ratos de paz interior para lograr una asepsia mental?
Nadie se marchaba. Nadie se movía. Parecía que todos respiraban al mismo ritmo y a la expectativa de la siguiente intervención del hombre de la camisa azul o de alguien del corrillo. Sucede esto último, en boca de una señora de bolsa en mano, que “se despacha” contra los vecinos prepotentes en los edificios en estos días críticos. Me pregunto qué iría a responder. La contestación se registra al volver al sitio de donde se había desplazado: “A
quien se cree un dios”, le comenta, “no lo mires a los ojos. Míralo a los pies: ¡verás cuánto barro tiene! Con ello te digo todo”. Confieso que sentí algo de barro en mis pies.
Una muchacha, con apariencia de universitaria, pelo a su aire y un bolígrafo en la mano, le pide algunas consideraciones acerca del amor. “Es tu mejor aliado para hoy. Para hoy y para mañana”, afirma, de lo que la chica toma nota. “Además, amar es estar ahí, junto a los que quieres, junto a lo que quieres”. Palabras que parecían hechas para esta cuarentena de reclusión, las cuales complementa con otras: “Y una cosa más: el amor te permitirá ver a tu alrededor viejos que aún nadan. Son viejos venturosos, no náufragos. Anímalos”.
Luego contacta con la mirada a casi todos los reunidos. Por supuesto que no sospecharía que este otro caballero andaba sobre sus cabezas, en un viaje inaugural, silencioso e irreverente. Sin embargo, valía la pena correr el riesgo.
Pensaba en esas, cuando el ciudadano azul, sin ton ni son, empieza una fugaz locuacidad, impulsado por las ansias de hablar y de los otros de escuchar. “La esperanza es una fuerza interior que te protege del exterior. Cultívala”, dijo, si bien lo hizo mirando a otra chica con el pelo ensortijado, crecido, de varios colores. “Saber esperar no es aguardar. Es creer que llegará lo que esperas que llegue”, dijo, tras lo cual indicó, con una voz pausada: “Todas las circunstancias que te han hecho pasar mal han ido quedando atrás. ¡Y tú que creías que
nunca pasarían!”.
Mientras unos y otros se miraban, pone término a su breve perorata con una rotunda afirmación: “Tener esperanza no es dormir con los ojos abiertos. Es dormir con los dos cerrados. Muy cerrados”. Justo aquí entendí que yo estaba profundamente dormido, y con los ojos cerrados, muy cerrados.
INFLEXIÓN. “Planteadme hipótesis mejores que las mías, o bien aceptad lo que yo postulo”, decía a sus críticos escépticos el alemán Christoph Clau, Clavius, el matemático y astrónomo jesuita más apreciado del siglo 16.