No me resulta extraño que el fútbol, en crisis, afectado seriamente en sus estructuras financieras y deportivas, busque el salvataje en el gobierno, con pedidos sentidos al presidente Duque para que abra el grifo de la financiación.
Siempre ha sido así. El fútbol, tan acostumbrado a alardear de su riqueza, que acusa desobediencia a las normas legales, acudiendo al viejo y arrogante pretexto de que es una actividad particular.
Extraño tampoco es que los canales de tv privada, pidan ayuda oficial por los problemas que enfrentan o que los banqueros quieran redención desde las huestes oficiales.
No es el mismo derecho al que acuden los trabajadores informales, los de la salud, los habitantes de las calles, los meseros, lo obreros, los maestros… en fin, todos los que nunca caminaron entre bonanzas y riquezas y merecen una mayor solidaridad.
No es el estado el responsable de una debacle imprevista para la que muchos, quizás todos, no estábamos preparados.
Recuerdo cuando se planteó el fútbol en tv abierta, hace poco, y el presidente de Dimayor, en defensa del canal oficial, respondió inconsecuente: O pagan o no ven.
El fútbol no es una isla frente a la problemática global.
El problema es general. Llama la atención, a propósito, la insolidaridad de los futbolistas, en sus pretensiones de mantener intacta su remuneración. Ellos, allá, en las burbujas en las que viven, también son víctimas del mal.
El fútbol se salva a si mismo con dirigentes idóneos, capaces en la adversidad.
En mi caso, quiero la salud física y mental para mi familia, mis vecinos, mis amigos, mis colegas y los ciudadanos del común.
¿Qué importa hoy, pese a que soy apasionado, un juego de balompié?