En estos días de acoso del demonio atómico que, según predicciones apocalípticas, nos va a borrar de este mundo.
Del apogeo de las campañas políticas con algunos personajes de uñas y lenguas largas que promueven con burda publicidad y cinismo extremo, que acabarán con la corrupción.
Que gobiernan desde el saqueo y la impunidad, perpetuados en sus curules por la ingenuidad del pueblo sumiso al poder.
Con pausa breve y obligada para la liga local, justas son unas líneas sobre el ascendente fútbol femenino nacional que, día a día, se consolida en su desarrollo, con la aceptación popular.
Activa la selección sus incursiones internacionales, con serias aspiraciones.
En el suramericano juvenil opta con opción por una casilla al mundial. Y, en la copa América, con sede en Colombia, con idéntico propósito de asistir a la cita orbital a Nueva Zelanda y Australia.
Quieren las chicas, que ya acumulan alegrías con triunfos en el pasado, lograr la confianza de los aficionados con su apoyo emocional, al margen de las necesarias reivindicaciones frente a las autoridades del fútbol, exigidas con firmeza por las jugadoras activistas.
Recuerdo mi época de barriada, en canchas populares como futbolista aficionado, cuando las mujeres futbolistas corrían solitarias tras un balón, con torpeza y descoordinación.
Eran diferentes, con el repudio de muchos hombres, asociadas, varias de ellas, a conductas personales discutidas que hoy son de obligatorio respeto, así no sean compartidas.
Estigmatizadas afrontaron una lucha sorda, peleando por el espacio que les correspondía, y lo consiguieron.
Pasaron los años, se desprendieron de tapujos, temores y prejuicios, creció en ellas la habilidad que forjaron en los barrios populares y en canchas de colegios, para ganar espacio ante el mundo del balón, que hoy las mira con la debida admiración.
Hace rato, así nos empeñemos en negarlo, el futbol femenino es una realidad, fuente de satisfacciones para los aficionados que asisten a las galas de lujo de las chicas llamadas en el pasado superpoderosas.