Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

Hay que preocuparse por la salud del presidente

Como era de esperarse, después de la feroz y accidentada última campaña electoral en Estados Unidos, ya han aparecido en el mercado editorial allí varios libros sobre dicha contienda. Es tradición que se haga un análisis sobre todos los aspectos que implican la elección de un presidente, desde las primarias que eligen a los candidatos de los partidos hasta las circunstancias que pudieran haber influido en el ánimo de los votantes, sin olvidar las estrategias y mezquindades inherentes a la política. 

En el caso de la última campaña hubo para los analistas dos elementos novedosos: la edad y la salud de los principales contrincantes, ninguno de los dos precisamente lúcidos y saludables muchachos: el presidente Joe Biden inocultablemente deteriorado por el paso de los años, y el candidato Donald Trump sospechosamente no en sus cabales. Sobre esto último el mundo parece estar viendo hoy el resultado, y cuando uno lee los análisis de gente que sabe de economía y geoestrategia ya no se extraña de encontrar calificativos como “insania”, “locura” “disparate”…

Los dos principales libros sobre este asunto son “Fight”, que lleva el subtítulo “inside the wildest battle for the White House” de Jonathan Allen y Amie Parnes, y “Original sin” de Jake Tapper y Alex Thompson. Este último, quizá el más esperado y polémico, se centra en una pregunta clave: ¿Cuánto  y desde cuándo sabían los dirigentes del partido Demócrata de la mala salud de Joe Biden? La lectura del libro no deja dudas de que lo sabían desde el comienzo, y que lo sabían todo. La cuestión ahora es ¿por qué no lo dijeron?

“El pecado original de las elecciones de 2024 fue la decisión de Biden de presentarse a la reelección, seguida de encarnizados esfuerzos por ocultar su deterioro cognitivo”, dicen Tapper y Thompson. Suele decirse que el triunfo tiene muchos padres y la derrota solo un culpable. En este caso, como la candidata frente a Trump por el precipitado cambio de última hora fue Kamala Harris, la aplicación del aforismo, siguiendo la tradición, estaría en cabeza de la vicepresidente. No es verdad. La derrota del partido Demócrata tiene muchos protagonistas.

Es cierto que Harris cometió muchos errores, se dice en el libro, “tanto antes de que Biden se convirtiera en candidato como después, pero ninguna decisión que ella y su campaña tomaron fue tan trascendental como la decisión de él de presentarse a la reelección y fingir que no se derretía mentalmente ante nuestros ojos”. Y luego están los dirigentes del partido, los asesores y la propia familia del presidente.

La vida de Biden tiene un claro punto de inflexión que es la muerte de su hijo mayor, que él tenía destinado a ser su heredero —Joseph Robinette Biden III—, Beau, como era llamado en la familia, y a quien Biden veía como un futuro presidente de Estados Unidos. Hay un párrafo del libro que es clarificador en tal sentido.

“Cuando Beau falleció de glioblastoma en mayo de 2015 a los cuarenta y seis años, Biden quedó devastado. Fue uno de los pocos funerales en los que no pronunció un panegírico. No pudo. Su dolor pareció quebrantar algo en su interior. Un alto funcionario de la Casa Blanca nos comentó entonces que ‘partes del cerebro y la capacidad mental de Biden parecieron disolverse como si alguien les hubiera echado agua caliente encima’. Cualquiera que pasara diez minutos con él cuando era evidente que Beau iba a morir en esos últimos seis a nueve meses podía verlo”.

Y por si eso fuera poco, los problemas de Biden en familia, con la adicción a las drogas de sus otros dos hijos, Hunter y Ashley, lo devastaban. Cuentan los autores que tras la muerte de Beau, Hunter se descontroló más que nunca. “En los cuatro años posteriores a la muerte de Beau, Hunter atravesó un divorcio amargo, tuvo un hijo que no quería reconocer, entró y salió de centros de rehabilitación, experimentó con métodos de sobriedad, incluyendo retiros de yoga e ingestión de secreciones de sapo, y mantuvo una increíble aventura con la viuda de su hermano recientemente fallecido, en la que la introdujo al crack”. La otra hija adulta de Biden, Ashley, también llevaba años luchando contra la adicción. 

¿Quién recuerda hoy la calamitosa retirada estadounidense de Afganistán. Biden puso fin a la guerra, como había prometido, pero en ella murieron trece militares estadounidenses y cientos de afganos murieron en el caos mientras los talibanes recuperaban el poder. Solo la herencia que dejó en aquel país es una infamia. “Nunca expresó su arrepentimiento —dicen en el libro Tapper y Thompson—, nunca despidió a nadie y reaccionaba a la defensiva cuando se planteaba el tema. El asunto podía fácilmente provocar su ira contra sus propios asesores”.

Un presidente enfermo es un peligro para la sociedad y si, además, tiene consumo de drogas en su entorno, es doblemente peligroso. A las pruebas nos remitimos.

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