El otro día caí al asfalto mientras trotaba. Brazo derecho inmovilizado y varios puntos en la frente, al final de la ceja. Reflexiono sobre la fragilidad de la vida. Hoy estamos, mañana quién sabe. Pude morir si en lugar del brazo el golpe directo lo recibe la cabeza. Quedé atontado momentáneamente y más de un nazareno me ofreció los primeros auxilios. “El tiestazo fue duro”, dijo alguien. Otra persona limpió con su pañuelo la sangre, que caía escandalosa sobre mi rostro.
—Estoy vivo, es lo que importa, me digo al ingresar a urgencias.
Vacuna contra el tétano, inyección para el dolor y la cirujana que remienda la piel. Las radiografías de rigor: aparentemente los huesos están en su sitio, salvo un moretón gigante con los músculos doloridos por el desgarro, no dormir de tiro largo y la imposibilidad de usar la mano derecha (por ahora). Soy diestro. En la primera terapia me asalta un segundo pensamiento.
—Debe ser terrible vivir sin poder escribir.
De admirar Jorge Luis Borges, pues siguió escribiendo y hasta dirigió una biblioteca tras quedar ciego en 1955 (tenía 55 años) como consecuencia de una enfermedad que heredó del padre. “Leyó” y “escribió” hasta el año de su muerte (1986), a través de los ojos y las manos de terceros. Uno de ellos el escritor Alberto Manguel, quien en una crónica del diario El País de Uruguay (reproducida por El Tiempo), cuenta que "a los quince años, tuve la suerte extraordinaria de leerle en voz alta… Fue a mediados de los años sesenta. Durante dos años encantados, le leí a Borges casi cada noche las historias que elegía, historias que analizaba minuciosamente, línea por línea y párrafo por párrafo, como un relojero que desarma un reloj, para ver qué lo hace funcionar”.
Qué ironía: los que pueden ver no leen.
La anécdota sirve para recordarnos que la vida nos puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos, pero casi siempre la vida misma nos muestra la salida. Doy gracias por estos dedos que me dan para comer.
No sé cuántas terapias por electro-estimulación faltan para ajustar lo que se desbarató con la aparatosa caída. Llevar la cuchara a la boca toma una eternidad, pero hay que hacerlo para evitar la atrofia muscular. He escrito mensajes de WhatsApp a través de los dedos de mi hija Sara Gabriela; a sus 19 años debe llenarse de paciencia para aguantar mis chocheras de cincuentón. Lo reconozco en nombre de mis congéneres: los hombres somos flojos en la enfermedad. De suerte nos libramos del embarazo porque habríamos muerto en el primer parto, decía mi abuela. Lo creo. Presumimos de machitos, pero también lloramos, aunque a escondidas o con tragos en la cabeza.
Incapacidad por un mes. No me gusta depender de nadie, es un rasgo de personalidad propio de los hijos únicos. Lo bueno: seré feliz leyendo, me infundo ánimos. Finalizo la lectura de La virgen de los sicarios (“… aquí te disparan desde donde menos lo piensas. ¡Hasta desde un carro de funeraria!”); sigo con la relectura de El viejo y el mar (“… trato de no pedir prestado. Primero pides prestado, luego pides limosna”) y de tres sentadas leo a Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre. La historia desgarradora sobre el antes y el después del suicidio de su hijo Daniel a los 27 años.
—Un día de estos escribiré sobre las enfermedades mentales, pensé al cerrar la última página. Tengo una charla pendiente con la prima enfermera que trabaja en un hospital psiquiátrico. Se me ocurre que para habitar este mundo tan raro se requiere un poquito de locura, un poquito de cordura, nada en exceso, claro.
El de la escritora colombiana es un libro iluminador, a pesar de no compartir su visión sobre la vida y la muerte. Ella dice: “…la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo”.
Me niego a creer que la vida es resultado del azar.
Pero Piedad Bonnett insiste tres páginas más adelante: “…para bien y para mal, vemos la muerte no como una culminación y un tránsito hacia otro lugar, sino de esa forma a la vez descarnada y sin consuelo a la que la ha reducido la historia moderna: un hecho simple, natural, tan aleatorio como la vida misma”.
Son palabras mayores que lo interpelan a uno como lector. Esa es una de las bondades de la buena literatura. Deberían hacer una película sobre su novela, lo medito tras leer que América es el tercer continente donde más personas se suicidan después de Europa y el sudeste asiático: 9.64 por cada cien mil habitantes, según la OMS.
En los años 90 leí este grafiti:
—¿Cuál es el colmo de un columnista?
—¡Sufrir de la columna!
Durante la convalecencia hago una lista de temas para próximas columnas, con la misma felicidad con la que antes hacíamos la lista de regalos de Navidad; me pongo nostálgico: la gente dejó de escribirle cartas al Niño Dios desde cuando algún adulto malintencionado dijo que los juguetes tampoco vienen del Polo Norte. ¡Nos mataron un pedacito de infancia! Y para colmo, con la inflación que acecha al mundo, hasta Papá Noel se vuelve tacaño.
—Pero menos mal quitaron el tal Día Sin IVA, que no es más que una alcahuetería: la gente compra lo que no necesita y gasta lo que no tiene, reflexiono. El meme es sabio: si no compra nada, se ahorra el ciento por ciento, jo jo jo.
Sigo con la lista, hablándole al micrófono del móvil.
—El anti personaje del año: escoger entre Marbelle y Miguel Polo Polo. La gente escandalosa no es ejemplo de nada.
—Día Mundial del Sida, 1º de diciembre. Perdí amigos por esa enfermedad, cuando todavía no había tratamientos para alargar la vida.
—Personaje del año: el presidente Petro. Ideas sueltas: Cuarenta años de una testarudez que valió la pena, como una profecía íntima que se cumplió. Admirable. Creo que pasarán décadas para que una persona con un pasado por fuera de la ley llegue al cargo más importante de la nación gracias a su obstinación y por encima de aquellos políticos que se le rieron en la cara. En la elección de Petro hay una moraleja: las utopías son personales.
Pienso en lo afortunado de ser columnista de prensa y la responsabilidad que implica. ¿Cuál es el papel del opinador? Dicen que somos orientadores y formadores de opinión pública; me parece que, a veces, los comentaristas escribimos orientados por nuestros amores y nuestros odios. En un mundo polarizado, ciertos columnistas usan sus espacios para hacer daño o sacar ventaja. No somos los voceros de nadie, más que de nuestras convicciones, nuestros anhelos y la manera cómo la vida nos ha moldeado desde el vientre materno. También hay columnista ególatras, creyéndose dueños de la verdad. Sobreviven los buenos columnistas: el favorito de cada quien. Yo recomiendo a Ramiro Bejarano (los domingos en El Espectador) y a Ricardo Silva (los viernes en El Tiempo). Me disgustan María Isabel Rueda y Felipe Zuleta Lleras.
A veces peco de autosuficiente, queriendo obligar a mis hijos a que coman esto y no coman aquello. Tomen más agua, bájenle a las galguerías, caminen más y pereceen menos. Creo que la cantaleta ya no funciona como método de educación. Los muchachitos de ahora no hacen caso. De qué me quejo si yo era igualito. “Le entra por uno oído y le sale por el otro”, decía la abuela.
Los mayores se respetan pero uno se hacía el loco, haciendo lo que se le daba la gana entre los 15 y los 30 años, porque esas edades no conocen de límites ni de prohibiciones. Es parte del disfrute, el aprendizaje y las estrelladas hacia la adultez, como la mía contra el pavimento. Por eso resulta tonto decir que quiero volver a los 20 con la sabiduría de los 50. No hay vuelta atrás: lo que fue, fue.
En todo caso, amo a mis hijos como son y como no son. Rebeldes pero tiernos. Contestones a ratos pero amorosos. Leo un artículo en The New York Times y pienso cómo sería mi vida sin ellos. La historia se titula “Les Knight, el hombre que quiere que nos extingamos de manera voluntaria”. Fundó el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria, que pide a gritos que la humanidad deje de tener hijos por el bien de la Tierra. Propuesta osada.
Dice El Times: “Hace décadas, Knight añadió la palabra “voluntaria” para dejar claro que quienes se adhieren al movimiento no están a favor del asesinato masivo, del control de la natalidad forzado, ni tampoco alientan a nadie al suicidio. Su filosofía se refleja en su lema: “Que vivamos mucho tiempo y desaparezcamos”. Otra de sus consignas, una que Knight cuelga en diversas convenciones y ferias callejeras, es: “Gracias por no reproducirse”.
Sobre ese asunto, la escritora italiana Elena Ferrante pide en uno de sus libros: "Desculturizarse a partir de la maternidad, no dar hijos a nadie". Sobre otra obra suya se estrenó este 2022 una extraordinaria película en Netflix: La hija oscura, un angustioso thriller psicológico sobre el lado oculto de la maternidad del que poco se habla… las madres que, agobiadas por la crianza, abandonan a sus hijos.
Suspendo la lista de posibles temas porque entra un correo que me genera estrés. Una congregación religiosa amenaza con iniciar acciones legales si no elimino de la última columna el párrafo donde hablo de una familia y su iglesia cristiana. Le solicito orientación a la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, porque es la primera vez que debo responder un derecho de petición. Ya veremos cómo se resuelve el asunto. No sé si deba dar el brazo (enfermo) a torcer. Solo eso me faltaba: que uno de mis escritos despierte la ira de Dios.
—Líbrame Señor de un pleito en vísperas de Navidad, suplico antes de dormirme.
A lo mejor se preguntan cómo escribí esta columna. Espero que lo hayan adivinado.