Jimmy Bedoya

Doctor en Administración Pública y Dirección Estratégica (NIU-USM). Máster en Administración de Recursos Humanos (UCAV de España). Máster en Administración de Negocios -MBA- (UExternado). Especialista en Seguridad (ESPOL), Gobierno y Gerencia Pública (EAN) y Control Interno (UJaveriana). Profesional en Administración Policial (ECSAN) y de Empresas (EAN), y CIDENAL (ESDEG). Es columnista y consultor con más de 30 años de experiencia en seguridad pública, capital humano y control interno.

Jimmy Bedoya

La brecha entre indicadores de criminalidad y la percepción ciudadana

En cuestiones de seguridad hay una paradoja que se repite con frecuencia: los datos de criminalidad mejoran, pero la sensación de inseguridad no cede. Basta con revisar los informes oficiales recientes. Según el Ministerio de Defensa, en el primer trimestre de 2025, el hurto a personas se redujo en un 13%, y el hurto a comercio cayó un 56% frente al mismo periodo del año anterior. Sin embargo, de acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo el 76% de los colombianos afirman sentirse inseguros. ¿Cómo se explica que los delitos bajen, pero el miedo aumente? ¿Qué está fallando entre el dato y la calle?

Este desfase entre realidad estadística y percepción ciudadana no es nuevo, pero sí se ha intensificado y es difícil que en algún momento coincidan, mientras el hurto se redujo, el homicidio aumentó un 2% en los primeros meses de 2025, con 3.244 casos. La ansiedad general es reactiva frente a lo que ocurre en los territorios. No se trata de negar el problema de seguridad, sino de advertir que hay algo más profundo detrás del miedo ciudadano: una sensación de vulnerabilidad que responde a la incertidumbre, al recuerdo, al entorno deteriorado, al mensaje no dicho o al mensaje mal transmitido, por encima de la realidad de los hechos.

Como muestran Ronald Inglehart y Pippa Norris en “Cultural Backlash” (2016), en contextos de transformación social e incertidumbre, las percepciones de amenaza se intensifican, incluso cuando los indicadores objetivos mejoran. Esa ansiedad colectiva distorsiona cómo se interpretan los datos. En el caso colombiano, la Fundación Ideas para la Paz advierte en su informe “Civilizar la seguridad ciudadana” (2019) que las intervenciones militares aisladas pueden debilitar la legitimidad institucional, mientras que la percepción de inseguridad está más asociada a la desconfianza en las instituciones que a la criminalidad misma. En otras palabras, sin legitimidad, no hay estadística que valga.

Esta brecha entre percepción y realidad no es solo una cuestión de cifras mal comunicadas. Es también un reflejo de la desconfianza institucional. Cuando el ciudadano no cree en las autoridades, no importa cuántos boletines digan que el crimen disminuyó: seguirá sintiéndose solo, expuesto, vulnerable. La desinformación, la repetición de casos extremos y la falta de presencia efectiva del Estado en los barrios hacen que incluso las mejoras objetivas pierdan legitimidad. El resultado es un clima de sospecha donde todo dato oficial parece una excusa, no una garantía.

El problema se agrava cuando esta percepción desbordada se convierte en guía de política pública. Las decisiones se toman para responder al miedo, no al análisis. Se priorizan los operativos vistosos, la militarización mediática o las sanciones ejemplarizantes, mientras se postergan las reformas estructurales: justicia oportuna, educación preventiva, gobernanza territorial. Se mide el éxito en arrestos, no en resolución de conflictos, y así, se perpetúa un modelo reactivo que no resuelve el fondo del problema.

Construir seguridad con legitimidad exige cerrar esa brecha. No con propaganda ni con maquillaje estadístico, sino con pedagogía pública, con presencia estatal sostenida, con estrategias de comunicación que traduzcan los avances técnicos en confianza social. Requiere una ciudadanía informada, sí, pero también escuchada. Cuando las personas dicen que tienen miedo, no están solo reportando un delito: están expresando una emoción colectiva que exige atención política.

En este sentido, una buena política de seguridad no se diseña únicamente con base en indicadores, también requiere de la percepción, en especial de lo que revela: territorios abandonados, servicios públicos deteriorados, baja efectividad institucional. Es allí donde debe concentrarse el esfuerzo: en atender causas reales que origina la sensación de inseguridad. 

Colombia necesita reencontrarse con su ciudadanía en materia de seguridad. No basta con contar delitos: hay que construir confianza, y eso implica reformar no solo las cifras, sino la forma como las transmitimos, cómo las conectamos con la experiencia diaria de las personas. Requiere líderes capaces de hablar con verdad, con empatía, con claridad. Con el compromiso de medios de comunicación que informen con responsabilidad más allá de la urgencia; e instituciones que midan su éxito a partir de la capacidad de generar entornos más seguros, más tranquilos, más habitables.

Si la seguridad es percibida como privilegio y no como un derecho garantizado, ninguna estadística bastará para convencer si el miedo marca la agenda más que los datos, seguiremos atrapados en una narrativa de inseguridad que bloquea el desarrollo y desgasta la democracia.

Cerrar la brecha entre criminalidad y percepción no es un reto técnico: es un desafío político, ético y comunicacional. Solo si logramos alinear la experiencia ciudadana con la evidencia objetiva, podremos hablar de una seguridad pública que no solo funcione, sino que también se sienta, y en esa tarea, cada dato cuenta, pero cada individuo también. 

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